Erika Stockholm
Lima, miércoles 25 de marzo de 2020
La cuarentena impuesta por el coronavirus me ha caído cual tibio bálsamo. Ignoraba que estaba tan estresada. No extraño escuchar carros, ni bocinas, ni insultos callejeros.
Amanecer con el gorjeo de los cuculíes me transporta a mi niñez; es despertar hace cuarenta años en la casa de mi abuela.
Esto me lleva a preparar nostálgicos queques de plátano (terminaré rodando luego de este paréntesis). Al menos tomo clases de yoga online —felizmente hay internet, y no como en otros tiempos—; pero a pesar de mi entrenamiento diario, me duele la espalda. Quizá sea porque, desde que entré en cautiverio, ¡me liberé del sostén! ¿Un problema de peso mal distribuido?
Espero a que sea una hora decente para taladrar la pared. El silencio exige más silencio, y me avergüenza perturbar a los vecinos. Me lanzo a perforar cuatro huecos furiosos. Martillo con discreción los tarugos dentro de los hoyos y cuelgo una repisa a la que seguro algún día le encontraré utilidad. Tengo un destornillador eléctrico y aprovecho para armar un mueble. Aflora mi lado carpintero; no muchos conocen mi constructiva faceta. Recuerdo que hace treinta años comprar mi primer taladro Black & Decker fue orgásmico; no me pregunten por qué.
Durante los primeros días de aislamiento comía rápido, lavaba rápido, limpiaba rápido. ¡Basta!, ¿por qué tan rápido? Calma, mujer, me dije, tienes el día entero para ti… Y así fue como me obligué a bajar revoluciones, y ahora respiro profundo, ando más acorde con lo que pasa en el mundo exterior: nada.
Fantaseo con que esta interrupción sea eterna… sin automóviles, sin aviones.
La hoja de un árbol, que planea con movimientos espiralados, interrumpe mi lectura. Viene desde la calle hacia mi ventana, aterriza al lado de mi pie, sobre el cojín del sofá. Giro hacia el vidrio abierto y veo que empieza una lluvia silente; se enfría el aire.
Pienso en los glaciares de la Cordillera Blanca: con el calentamiento global, se han ido retrayendo, dejando al descubierto venenosos metales: arsénico, plomo. Las lluvias, al lavarlos, los oxidan y luego los arrastran hacia ríos y lagos, matándolo todo, hasta el último pez. ¿Será que al producirse esta reducción de las emisiones de CO2 cambiará el panorama? Seguro que sí…
Sí, el paisaje ha variado; se ve en las noticias: ¡delfines, peces y cisnes nadando en los canales de Venecia, en agua cristalina! Evoco Muerte en Venecia de Thomas Mann, cuando los turistas en Venecia —menos Aschenbach, el protagonista— huyeron masivamente al enterarse de un brote de cólera.
Ahora que se ha detenido el tiempo, puedo ver el futuro. Si los humanos desapareciéramos, la capa de ozono se recuperaría; los animales aprovecharían el legado: los canales, las orillas, el mar, el cielo.
Por fin, permitimos respirar al planeta. Pero no nos detenemos porque deseemos salvar a nuestra amada Tierra; es para salvarnos nosotros de una pandemia. Me pesa esta reflexión.
Sí, pues, me digo, nosotros somos el verdadero virus.
Qué genial reflexión. Bastante descriptiva!