Carta a una némesis francesa en cuarentena

Sophie Canal
Lima, martes 24 de marzo de 2020

Querida hermana del otro lado del mundo: ¿Cómo estás viviendo tu confinamiento por allá? ¡A este virus parece que no le podía quedar mejor nombre! ¿No te parece? ¡Yo, por lo menos, le otorgo una corona de oro! ¿Sabes? ¡Es uno universal! ¡Absoluto! Tiene un poder que pondría celoso a cualquier dios de la historia: el de confinar a toda la humanidad y el de liberar a toda la naturaleza en cinco días. Basta escuchar los pajaritos y las ardillas juguetear en los árboles bajo el cielo purificado de la mañana de esta gran ciudad, que poco antes vivía vestida de gris, para darse cuenta. Ayer hasta me pareció oler en el aire el bosque de robles de mi infancia y estoy casi segura de que la silueta que vi saltar frente a mi ventana era la de una cierva.

Entendí muy rápido, desde el viernes, que tenía que soltar el surmenage del teletrabajo. Un par de cervezas virtuales (sí sé, allá lo llaman apéro zoom) con mi amigo profesor de economía anarquista, fueron más que suficientes para convencerme. Envié de inmediato un correo al salón virtual de mis alumnos evaporados para darles la misma misión que yo me he propuesto: meditar sobre su existencia y la relación entre lo particular y lo colectivo. Es más, les dije que todo el programa de filosofía del año radicaba en eso. Y dado que habíamos empezado a hablar en clase de la moral y de la felicidad sin convicción, poco antes de los acontecimientos, les aconsejé quemar mi curso y ponerse a leer de frente a todos los autores griegos presentes en su manual de trabajo. Por supuesto, les cocinaré, dentro de quince días —si es que seguimos tan felizmente recluidos y no se han perdido en Tiktok—, unas preguntitas perversas sobre Epicuro y Epíteto.

Otra cosa: una vez librada de mis rutinas de funcionaria mecanizada, el mencionado dios viral me otorga tiempo para escribir. ¡Y no es poco! Ayer, cuando termine de lavar, cocinar y tele trabajar, casi al mismo tiempo en que mi hijo terminó sus tareas, retome con emoción el hilo de mi nueva novela titulada Esclava, con una muy carismática perspectiva: la narradora ahora hablará desde el punto de vista de una extranjera prisionera de una pandemia en un país lejano. Jaja.

¡En fin, hermana mía, lo habrás entendido, estoy en el paraíso! Frente a lo que me ofrece esa nueva divinidad como obsequio de bienvenida, mis sueños de infancia se quedan chicos: orden de quedarse en casa con la gente que más amo para escribir, leer, escuchar música, jugar, cocinar y ver películas, perdiendo la noción del tiempo y sin las coacciones de la dictadura amenazando allá afuera. Aunque algunos consideren que el hecho de ya no poder pasear a sus perros es una violación a la libertad individual. En todo caso, quizás previendo eso de manera inconsciente, siempre quise ser una escritora de gatos; considero, como tú sabrás, que nadie (menos un perro) me puede obligar a salir de casa si es que me sube la necesidad de escribir. Y si sumas a ese sentimiento paradójico de alegría de encarcelamiento el renacimiento de la naturaleza interna y externa, estoy muy cerca de alcanzar la eternidad luminosa.

Ahora el único miedo que tengo es que ese diosecito todo poderoso se vaya muy rápido.

¡Alabado sea su nombre!

Un abrazo virtual