Puerca miseria

María Luisa del Río
Lima, miércoles 25 de marzo de 2020

Se nos ha dado por la limpieza y el orden. Los ascos se multiplican; quien no se baña es despreciado, más que nunca. O criar perros en departamentos sin patio ni jardín, ¿a quién se le ocurre? ¿En qué momento se empoderó tanto a los perros? Ellos salen a cagar y mear donde les cante. Como siempre. Este era un mundo raro, y ahora lo es más. Si ibas a un parque con tus hijos pequeños, el reinado canino se hacía más evidente. Si los niños querían ir al baño tenían que aguantar hasta volver a casa. Pero si los perros tenían la necesidad, podían satisfacerla donde les viniera en gana, dejando olor, microbios, hormonas. Si un humano caminaba con una bolsa de caca y un perro atado a una soga, entonces estaba en su derecho. Pero si alguien caminaba con la bolsa contenedora de caca y ningún perro que la justifique, entonces había que sospechar cosas asquerosas.

¿Bolsitas para la caca del perro? Ya nadie las usa porque escasean, y porque está prohibido que los perros salgan. Igual, cada vez que salgo —solo para sacar la basura—, encuentro cerros de caca de perro y de paloma en la vereda. Ya nadie limpia las calles. Está prohibido tener vida pública, cualquier actividad al aire libre, salir de día sin justificación, salir de noche, en su totalidad. Es el fin del mundo tal como lo conocíamos; lo que se viene es incierto y distinto. Quienes sobrevivan podrán contarlo.

La madre tierra nos ha castigado. Somos cucarachas para ella. Quiere que nos unamos para aniquilarnos masivamente, o que nos confinemos, aislados de todo y de todos, para siempre, sin mayor capacidad contaminante que aquella que vulnera nuestras jaulas. Jódanse, mierdas. Hoy es un virus rojo con la apariencia de un tumor. Mañana será otro, azul quizás, portador de síntomas distintos, mutante con una sola misión: que nos extingamos.
El encierro saca lo peor. Me dan asco casi todos los humanos, lo que no quita que les tenga pena, solidaridad, empatía, bla, bla. Un oriental con mascarilla en la cola del supermercado es depositario de todos mis prejuicios: sucios, carajo. Tanto comer mierda, nos tienen con esta peste, que se vayan. Un extranjero comprando cigarrillos en la bodega es absolutamente discriminado por mi lado más primate. ¿Miles se ahogan y tú compras tabaco? Mal. Lo sé, pésimo, pero no quiero ser políticamente correcta. No quiero, no puedo, no me sale, y quizás mañana esté muerta.

En casa somos todas hembras. Mi chica, mis tres hijas, las gatas Catalina y Ramona, la hámster Victoria. Las mascotas nos han perdido todo respeto, ya no nos temen. Ramona nos muerde, se mea en las almohadas, Catalina le ruge, se eriza y caga sobre meado, siempre en las almohadas, en nuestras narices. Victoria se escapa de la jaula y sube hasta la despensa para comerse el azúcar, la avena de las niñas; vive como cuy de chacra desde que todo vale, debajo de la refrigeradora, donde le dé la gana. La tocas y te muerde. Está gordísima. Yo también.