Becky Urbina
Lima, jueves 26 de marzo de 2020
Una pandemia me recluye en una casa no mía.
Dicen que ya son once de quince que quizás sean treinta que quizás sean más.
La inercia del pasar de los días no me es del todo ajena.
Aquí mismo me recluí por meses aprendiendo a ser casa.
Ya casi seis años de eso.
Ser casa es más que ser vientre.
Ser casa es ser la voz que calma el llanto.
Ser casa es una revolución química.
Ser casa es abrazar y cerrar los ojos para que lo malo quede afuera.
Ser casa es saber que tarde o temprano entrará.
Ser casa es temer sin que se note tanto.
Ser casa es buscar la perfección.
Ser casa es dejar de buscar la perfección.
Ser casa es desgastante.
A veces no quiero ser casa y quiero habitar.
A veces quiero volver a esa casa a la que ya no se puede.
No toda casa protege.
No toda casa expulsa virus, suciedades, secretos que duelen, abusadores…
Toda casa tiene implícita cierta carencia.
Cuando aprendía a ser casa a veces no comía no dormía no me bañaba no me cambiaba.
Tenía miedo de afuera de adentro del silencio de la bulla de la respiración de la no respiración.
Tenía miedo de soltar un habitante en el mundo.
Tenía miedo de que abandone la casa que aprendí a ser.
Cuando ya supe ser casa empecé a desear el afuera.
El parque el café la librería la casa de la amiga el bar.
Afuera a veces también es refugio.
Me hace falta el afuera.
Estos quince treinta inacabables días nos escondemos del afuera.
Afuera parece estar feliz, los pájaros cantan sin reparos.
Afuera ya no se permiten los abrazos ni la cara al aire.
Afuera ronda un virus que mata.
Afuera nos expulsa.
Afuera también es casa.
Afuera está agotada de ser casa.
Afuera nos pide un tiempo.
Afuera, ¿sin ti adónde iremos?
A las ocho de la noche se escuchan ruidos de afuera.
Yo casa y mi habitante subimos a la azotea.
Mi habitante disfruta aplaudir.
Mi habitante se siente parte de un todo.
De una casa más grande que yo.
De una casa que está afuera.
A donde hemos de volver.