Andrea Ortiz de Zevallos
Lima, miércoles 25 de marzo de 2020
En calzoncillos, al lado de nuestra cama, Emilio se sirve en una cuchara las catorce gotas que le recetó por teléfono el psiquiatra. Me dice que le pican en el paladar, que son ricas. Nos reímos de buena gana. Le pido que me invite una dosis. “Tú pesas menos que yo, deberías tomar diez”, me recomienda.
Estamos tomando Rivotril por mi culpa.
No es por la angustia frente al virus, ni tampoco porque nuestra hija de diecinueve años se haya quedado varada en México y nadie sepa cuándo se abrirá de nuevo el espacio aéreo. Es porque el adulterio tendría que ser un privilegio reservado solo para quienes saben ocultarlo bien. Y después de tantas horas recluidos en casa, Emilio y yo solos, sin Paula entreteniéndonos con sus anécdotas de universidad, sin las salidas apuradas al trabajo y sin la conversación al vuelo mientras lo veo afeitarse frente al espejo, la verdad se ha mostrado. Y yo no he podido negarla.
La pantalla de la compu fue muralla efectiva los primeros tres días. Los cuentos completos de Jane Bowles me cubrieron por cuarenta y ocho horas más. Al sexto día me puse mascarilla y guantes para ir al supermercado y, al regresar, mientras dejaba las bolsas encima del repostero, Emilio —como si hubiera tomado fuerzas durante mi ausencia— me recibió con la pregunta.
La furia del principio no ha sido lo peor. Lo tremendo es que hace varias noches dormimos tomados de la mano. Nos tratamos con cuidado, nos decimos cosas tiernas. Nos ofrecemos gotitas calmantes como antes vino tinto. Presentimos que la cuarentena encierra nuestras últimas horas juntos y nos seguimos acompañando… ¿No es eso, el amor?
Emilio me pide que cuando por fin podamos salir de casa, no vea más a Antonio. Yo me quedo callada. Me sobreviene un malestar espantoso. Soy incapaz de prometerle que cortaré de golpe una relación que no está terminando por sí sola, como la nuestra. ¿Si ya le dije la verdad, cómo volver a mentirle?
Mi esposo es mi amigo más cercano. Trato de explicarle los motivos, intento que me entienda. Cada palabra honesta empeora la atmósfera y el ánimo. La verdad interior solo es bien recibida cuando resulta agradable de escuchar. Emilio no la aguanta, aunque por ratos tratemos de olvidarla y cocinemos juntos o elijamos una película para verla metidos en la cama.
Llamamos a Paula por FaceTime casi todos los días. Le hablamos del vecino que canta mientras pasea a su perro frente a nuestra ventana, de cómo el viento se está poniendo fresco por las tardes.
No he sabido nada de Antonio desde el inicio del confinamiento. Está pasando la cuarentena solo, con sus libros y papeles, en un barrio cercano. Recostada en mi cama, tomo mis diez gotitas de Rivotril. Cierro los ojos. Imagino que puedo salir de nuevo a la calle, que ya no está prohibido caminar las veinte cuadras que me separan de su casa, que pronto tocaré el timbre, que podré darle un abrazo.