Katya Adaui
Buenos Aires, miércoles 25 de marzo de 2020
Un cementerio ha donado dos cremaciones, serán cincuenta en total.
El Perú todavía no tiene cincuenta fallecidos por coronavirus. El sistema fúnebre, siempre adelantado, lo comprende: la cifra crecerá. No habrá cenizas lanzadas al aire, no habrá polvo al polvo. El cuerpo se despedirá sin despedida, enfardado, escoltado. Pasará en instantes de ser un todo a representar la nada. Aferrado a la vida, el virus sigue instalado en el cuerpo muerto.
Para combatir la peste bubónica se decidió exterminar a las ratas. Las pulgas no morían con ellas. Brotaban de los cadáveres rearmando colonias. Se embarcaban hacia otros muelles.
El virus está dando la vuelta al mundo. Hay un registro de su flujo migratorio. Y partió en primera clase.
Los cruceros siempre fueron islas. Abandonaron su recorrido de placer —vestirse de gala para la cena con el capitán, el menú de langostas— y navegaron en remolino. Por primera vez rechazados, nunca estarán al ras del polizonte, a una misma escala humana.
Tocar es contagiar. Estamos bajo sospecha. Conocemos a los vecinos que nunca habíamos visto. Al día siguiente, los denunciamos. Estas mismas manos que por fin aprendí a lavarme, estas mismas manos que por fin racionan. Estas mismas manos. Mano dura.
Los hoteles son hospitales. Sus habitaciones numeradas y rutinas de limpieza suponen un lugar contenido y seguro. Hospedan a los repatriados que viajaron pese a las advertencias o a los atrapados entre dos cuarentenas. Ninguno sabe con certeza la fecha de regreso a casa.
Al cuerpo habitado por la enfermedad lo llamamos “huésped”. A veces incluso “un buen huésped”.
El virus avanza y se nos pide detenernos pero seguir trabajando.
Frenar la máquina, la revolución es no hacer nada. Y, sin embargo, culpa de esta pasividad. Entregar el control. Acostumbrarse al confinamiento.
Cuando a Robert Walser lo metieron al manicomio, su mejor amigo le pidió que escribiera. Le respondió: No estoy aquí para escribir. Estoy aquí para volverme loco.
El tiempo de la evasión es el tiempo de pensar. Y no calma. Nada calma. La mente, expuesta a sus propios límites, sigue consumiendo proteínas de dolor y angustia. Quizás un dolor nuevo: un dolor de humanidad.
Volvieron los cisnes a Venecia, el parque acuático del turismo global. Bandadas sobrevuelan la orilla de la playa Agua Dulce, en Lima. Familias de carpinchos toman los jardines de un barrio privado en Buenos Aires.
¿De qué se descontamina el mundo si en los asilos están dejando morir ancianos en masa?
¿Y qué no está viajando? Una decisión global, años luz tardía. Parecía más fácil hacerle la guerra a una nación de una noche para otra.
Políticos:
—¿Qué pasa si el virus muta y se vuelve buena persona?
—El virus chino.
—Abrazo a los niños que siempre me vienen a visitar.
—Los abuelos no tendrían problemas en sacrificarse por la economía de sus nietos.
Bajo un cielo sin aviones y en la avenida desierta, la novedad de un río: es el agua de la alcantarilla, nunca antes la había escuchado. Mi perra me ha sacado de casa. Al ansiado y temido afuera.
Imagen de Portada: Alejandra López
Buen texto. Gracias por compartir tu don de saber escribir.
Chau
«Estamos bajo sospecha.» Muy fuerte.
Deseando que se encuentre a buen resguardo estimada Srta Katya
Excelente texto, las imágenes descritas llevan a la reflexión y, es así que pasar por un cementerio y ver las estatuas de ángeles y cruces, son una nimiedad ante la gran muerte propagada por un virus.