En blanco

Grecia Cáceres
Kerfulou, martes 24 de marzo de 2020

Salimos de París el lunes por la tarde. Los niños y los padres, de vuelta a la célula de origen. No había amigos, vecinos ni escuela o trabajo, solo los miembros de la familia en un auto. El viaje me recordó los de la infancia ya lejana. Ese no saber todas las razones, pero aceptar un mandato superior, ligado al afecto. Los niños aceptan fácilmente las nuevas reglas, la adaptación es la ley de la especie. La que nos ha llevado hasta aquí, a envenenarnos los unos a los otros.

Llegar al campo a una casa fría, ver brillar las estrellas sobre nuestras cabezas. Así las llegadas de la infancia, a Recuay, las hojas de los árboles brillando de escarcha bajo un cielo limpio, puro, como el que imaginamos en una era recóndita, cuando el ser humano era la última rueda del coche en la pirámide de los depredadores. Ahora estamos en la cúspide y el cielo se nubla de polución.

Entrar temblando entre las sábanas frías, y dormir sabiendo que todos estamos bajo el mismo techo, protegidos de nada, pero al menos juntos. Soñar un espacio blanco y sin límites donde corren vientos contrarios, pensar antes de zafar de la conciencia en los que están lejos, del otro lado del océano, confinados pero en verano. Suertudos, pienso. Empezar de nuevo, llevar a cuestas la semana, día tras día, día por día, sin horarios, colegio, tareas o citas de trabajo, sin el hedor del metro o las colas en las cajas. Estoy aquí y nada más. Los niños felices recobran la libertad de las vacaciones. Olivier cocina. Estoy aquí despojándome cada día de un vestuario, de una careta, de un peso, pensando solo en qué escribiré ahora que el tiempo ha desviado su curso y los pájaros cantan, abriendo espacios insospechados en la mente. En Lima, ¿cómo estarán? ¿Desde hace cuánto me partí en dos conciencias, dos lenguas, dos cuerpos, dos historias de amistades y trabajos? Vuelvo al punto de origen, a la misma casa de campo donde pasé mi primera Navidad europea, en la que me sentí tan extranjera y hoy funjo de ama y de madre y de esposa y de cuñada. Soy dos, o más, con la mala conciencia que siempre cultiva el escritor, espía doble, intrigante creador de intrigas, suplente de la vida, quien crea destinos para olvidar sus deberes elementales de ente social. Recluida, pienso en Sor Juana, en Ana Frank, en mi abuela Inés, en mi gata, en cómo vivir entre cuatro paredes y una ventana abre territorios insospechados en el alma y la imaginación. No hay vuelta que darle, estamos ante nosotros mismos y los peruanos tenemos mucha dificultad para vernos en el espejo. A ver qué pasará en nuestras letras, nuestras artes, en la reflexión y en la meditación de nuestros lugares comunes, hoy privados. Quizá esta tarde de sol sea la primera de una serie de días de aventuras, de riesgos, de peligros, de búsquedas infructuosas, de verdades a medias y de muertes múltiples. En tiempos extraños morimos todos más a menudo que en los días de rutina. Son las caídas hondas de los Cristos del alma de alguna fe adorable que el Destino… Al menos César Vallejo siempre está allí para consolarnos y darnos su bendición de peruano, en un mundo ajeno y extraño en el que se pierden las certezas y sus sustitutos.