Día #5

Alessandra Tenorio Carranza
Lima, viernes 20 de marzo de 2020

 

“Abrazos fuertes”. Lo he escrito como diez veces. Incluso lo acabo de decir en voz alta en una llamada grupal con mis amigos de la universidad. Son las 00:32 del quinto día del coronavirus. Estoy encerrada en mi casa como casi todo el Perú, toda Francia, toda Italia, toda España…

El mundo está parado. No se sabe cuándo podremos acercarnos a menos de un metro de distancia y sin mascarilla.

El mundo está parado y yo, estúpidamente, solo puedo respirar hondo y escribir “Abrazos fuertes”. En realidad, yo también necesito uno ahorita. Estoy nerviosa. Quizá porque en uno de mis chats grupales empezaron a hablar de los muertos, a detallar sus edades, sus ubicaciones. Quizá porque un amigo se salió del chat; no soportó que pusiéramos noticias sobre la pandemia. Quizá he empezado a perder la calma porque mi papá (diabético, hipertenso) es mucho mayor que todos los que murieron hoy.

Desde que empezó el encierro tengo un insomnio que no me deja dormir hasta por lo menos las 3 de la mañana. Mi esposo se acuesta temprano. Hace un rato me ha dado un beso (burlando el distanciamiento social) y se ha ido a dormir. No quiero despertarlo y tirarle toda mi ansiedad encima, porque dos ansiosos en 93 metros cuadrados es mucho más de lo que podría soportar.

Quisiera abrir la ventana, pero he estado congestionada y tengo miedo de que el aire frío del primer día del otoño me congestione nuevamente. Entonces volveré a angustiarme pensando en que tengo el virus maldito que ha parado el mundo.

Ya casi me parece una broma de mal gusto que hace dos semanas, incrédulos, E y yo nos pusiéramos a ver Contagion mientras tomábamos unas cervezas, y que una semana después, precavidos, fuéramos a comprar al mercado porque se venía voceando el encierro. Y ahora estamos los dos cagados de miedo, cada uno en su cuarentena casera. También me resulta un desafío innecesario que, mientras íbamos en familia a hacer las compras, les haya puesto una cumbia sobre el virus y que la cantara a voz en cuello risueña y despreocupada. Ahora cada uno está en su casa —mi hermano, mis padres y yo—, y no me quedan ganas de cantar nada, mucho menos esa cumbia.

Aún faltan diez días. La regla me ha venido hoy; la mitad de lo que falta tendré dolores y sensibilidades desbordadas.

No sé si soportaré las noticias, los comentarios, las redes; estar lejos de mis padres, de mis amigos, de mi familia. No sé si podré cocinar… No sé si tenga que salir a comprar víveres. No sé si el virus me encuentre en la calle. Solo sé que ahora tengo miedo e incertidumbre. Solo puedo pensar que cuando haya pasado todo esto (¿cuándo será?), el recuerdo de los estados que voy poniendo día a día en mi Facebook quedará para la anécdota. Ojalá así sea.