Jacqueline Fowks
Lima, miércoles 25 de marzo de 2020
I
Escribo en el décimo día de cuarentena por el COVID-19 y al cumplirse una semana del toque de queda en el Perú para contrarrestar su propagación. Hace un par de días, luego de dos semanas y media de ir a las farmacias y no encontrar mascarillas, con la idea de preparar algunas con papel toalla, tela descartable y pabilo, busqué en casa una de las engrapadoras que tengo. No las veía hace como diez años. Encontré también demasiados cables en desuso, audífonos que jamás salieron de su empaque, incluso una radio FM con forma de MP3. Hice tres mascarillas para asistir a la conferencia de prensa en Palacio de Gobierno; la semana anterior habían impuesto la obligación de usarlas.
Muy tarde. El lunes 23 de marzo ya no hubo convocatoria a la prensa; los periodistas sorteados enviarían por WhatsApp sus preguntas.
II
“♪Agua y jabón, agua y jabón♪”, dice el coro del primer spot del Gobierno para informar sobre la forma de evitar la infección. Luego de que el Perú reportara el primer caso en Arequipa, el 6 de marzo, los medios repitieron ese mensaje como si fuéramos un país donde todos tienen baño y agua corriente. De inmediato, las primeras denuncias que verifiqué para difundir en Twitter fueron sobre cortes de agua y cortes de energía —que a su vez produce falta de agua en edificios. Luego se sumó una gran cantidad de casos de ciudadanos que se abastecen de agua por cisternas y que reportaban que, debido a las medidas de restricción del tránsito por la cuarentena, los camiones ya no llegaban o estaban cobrando precios impagables.
Solo cuando las denuncias llegaron a los medios tradicionales, Sedapal y Enel anunciaron que durante la emergencia anularían los cortes de agua y de energía programados.
Mientras tanto, miles de peruanos y venezolanos escuchan “♪Agua y jabón, agua y jabón♪”, sin tener uno ni otro.
III
“¿Qué es precario?”, preguntó a inicios de año mi sobrina mayor de edad, cuando usé esa palabra en una columna de opinión en la que me refería al sistema de salud. “Insuficiente, pobre, con carencias”, respondí, mientras aún el coronavirus era una enfermedad alojada en Wuhan, que sonaba a “ufff, qué lejos”. Solo dos meses después, la palabra precario ha sido mi compañía diaria, en especial en la avalancha de comunicaciones que he tenido con médicas, médicos, médicos residentes y enfermeras.
Ellos denunciaron en los primeros días de la cuarentena que en los hospitales del Estado no les entregaban indumentaria de protección: mascarilla, gafas, mandilón, gorro, botas. Hubo rumores de amenazas de despido o de anulación del residentado.
La segunda ola de denuncias era sobre los médicos y otro personal de los establecimientos de salud infectados o en aislamiento que esperaban que les hicieran la prueba para descartar si eran positivos al coronavirus. El domingo 22 de marzo por la noche le avisaron al personal del Centro de Atención Primaria de Lurín que lo cerrarían porque una enfermera se había contagiado. El martes por la mañana reporté en Twitter, etiquetando a Essalud, que unas treinta personas (de un total de treinta y cinco) de ese establecimiento seguían esperando que les tomaran las muestras para el descarte. Una médica me comentó que tres miembros de su familia tenían tos y fiebre, y que aunque el administrador de su trabajo les había dicho que a todos les harían la prueba, nadie los llamaba. El miércoles 25 de marzo, a ella y a una compañera gestante les habían tomado la muestra.
Una médica en aislamiento por haber estado cerca de un colega infectado en uno de los hospitales más grandes de Lima dijo que esperaba recuperarse pronto para remplazar a sus compañeros que empezarán a contagiarse y cansarse.
Ciertas constataciones me envuelven como un virus: precario, sin agua-sin jabón, 65 por ciento de trabajadores informales, el miedo como herramienta en la administración del personal de salud. El poder que permite a las mineras seguir operando e incumplir la cuarentena. La distancia entre la ciudadanía y la ministra de Economía que solo apeló a “la responsabilidad y solidaridad” de los bancos para que no cobren intereses durante la cuarentena.