Agnes Darnell

Alina Gadea
Lima, lunes 23 de marzo de 2020

Agnes Darnell no concebía la vida sin un hombre al lado. Un viejo amor de juventud, una ilusión, una fuga, un matrimonio, un hijo muerto, un horrible suicidio. Un divorcio. Otro matrimonio, una traición y una ruptura. Una hija lejana. El desamor y el desengaño. La daga del recuerdo; el hijo adorado en sus últimos momentos traspasa su ser. Varios intentos más en el camino. Agnes pinta grandes lienzos que por temporadas le permiten olvidar el dolor de ese puñal y su enorme cama solitaria.

Ya está mayor, pero conserva su figura de niña, sus ojos rasgados y celestes. Tiñe desde hace años su pelo de rojo, con un corte asimétrico y moderno. Viste casacas de cuero negro o rojo, como una vocalista de rock, y canta con una voz de soprano canciones pop. Ella ya lo sufrió todo, lo dio todo y lo vivió casi todo. Solo quisiera dormir mecida todas las noches en los brazos de un hombre propio. No de uno circunstancial, efímero.

Un último intento. “Vamos, Agnes”, se dice mirándose al espejo con sus puntiagudos zapatos de tacón. Sale, baila, canta, ríe, coquetea, besa y abraza. Se acuesta con un hombre más joven. Unos meses después se repite que ha sido un error. Otro desencanto. Él solo quiere alejarse. Calla. No la mira, no la besa y no la toca. Agnes está sola entre sus lienzos. Sesenta años, varias vidas, varias caídas, vueltas de campana y descarrilamientos. Choques y naufragios. En su casa, el domingo es un día aterrador en que toda la soledad del mundo parece agolparse en su pecho. Pero aun así ella insiste en que la vida la espera en alguna parte. Es un día claro y con sol y ha aparecido un hombre en el barrio. Unos días después comprueba que el sexo y el amor no han quedado atrás. Los meses pasan en la tibieza de la cotidianidad y ambos hacen de esa casa un lugar especial. Caminan de la mano y regresan cada tarde a ese cuarto como a un nido. Antes de dormir, oyen las noticias. Una pandemia. Orden de inamovilidad. Se miran. Un contagioso virus invade el planeta. Se abrazan. Mascarillas, guantes, dos metros de distancia. Se acarician. Aislamiento social. Toque de queda. Las personas mayores deben tener más cuidado que nadie y no salir de casa. Duermen.

Los días pasan y ninguno de los dos sabe cuándo podrán salir. Cuándo verán a alguien más. Pero Agnes nunca se sintió mejor. Lee y toma sol en su terraza. Riega sus flores. Pinta sus grandes lienzos de colores, piensa, se estira y canta en el balcón. El mundo está detenido afuera, pero más vivo que nunca dentro. Algo como un velo transparente la protege del antiguo dardo del dolor. Y entre películas y conversaciones, la mesa está puesta para dos, las copas están llenas y la cama es un mundo con un hombre al lado que la mece hasta hacerla dormir. Un hombre propio que no es circunstancial ni efímero y que nunca se sintió mejor.