¿Perra habla?

Natalia Iguiñiz, arte & activismo (1994-2018) en el Icpna de Miraflores va hasta el 8 de abril

Por: Victoria Guerrero Peirano

1999. Recuerdo la Av. Universitaria llena de afiches de un amarillo brillante con la imagen ensombrecida de una perra y un texto que decía: “Si caminas por la calle y te dicen perra tienen razón, porque te pusiste una falda muy corta y traicionera”, “si dos chicos dicen que eres una perra, tú te lo has buscado por calentar a uno de ellos o a los dos”, “si tu ex te dice perra está en su derecho, está dolido porque lo dejaste”. Escándalo mediático, feministas contrariadas; funcionarias, ofendidas. Los años 90 habían sido particularmente duros para los trabajadores del arte. Las poéticas estuvieron marcadas, en lo inmediato, por el fujimorato, que arrinconó a la cultura bajo un régimen de censura y autocensura; y de manera global, la caída histórica del muro de Berlín, con ello, el fin de la guerra fría, y la imposición de un neoliberalismo perverso y a la peruana: “CAMBIO, NO CUMBIA”, reza uno de los afiches expuestos y que pone el énfasis en el espectáculo como política de encubrimiento que se impuso en el decenio.

1994. El espacio del arte, para lxs jóvenes, era el espacio de lo privado. Las calles estaban ocupadas por la represión de baja intensidad. De allí que los primeros trabajos de Natalia Iguiñiz estuvieran vinculados a una autorreflexión sobre su condición de mujer. Los autorretratos al óleo eran constantes, la introspección, la nostalgia. Hartos de guerra, nos metimos en nuestras casas y en nuestras camas, miramos el horror de nuestras familias, auscultamos la política de nuestros cuerpos. Así, empezaron a aparecer las otras, aquellas que nos han cuidado desde pequeñxs. La artista dejó el óleo con el que la formaron. Era necesario documentar a estas otras mujeres a través de la fotografía. Ellas están allí, una al lado de la otra. Cuerpos incómodos, cuerpos distintos; cuerpos construidos con discursos similares: “perra” es uno de ellos. Así nos han nombrado a todas sin excepción. Esa palabra biológica, animal, promiscua, que cruza todas las clases sociales.

Mujeres haciendo el trabajo doméstico no remunerable caminan en la casa silenciosamente y de puntillas para no despertar a lxs niñxs. Van de aquí para allá como hormiguitas. Mujeres haciendo el trabajo doméstico remunerable, muchas, bajo sueldos de odio. Algunas hablan otros idiomas; otras son altivas, enviadas donde sus “madrinas” para “ayudarlas” en la capital, gran eufemismo de la esclavitud moderna. Están como testimonio las citas recogidas por la artista en el corpus de la literatura nacional: Clorinda Matto, Laura Riesco, Arguedas, Bryce, Ampuero. Nuestro imaginario doméstico ficcionalizado: la india, la pituca, la chola, la doméstica, la señora. ¿A ellas, a las otras, sus parejas también les ladrarán? En las fotos puedo reconocer quién es la trabajadora doméstica y quién la empleadora hasta en la más difícil. Cuestión de clase, de calle y de literatura.

El cuerpo como campo de batalla: “Vienen con el pan bajo el brazo/ ya no te sentirás sola/olvídate de tus tetas/ tu cuerpo se deforma/no sabes lo que te pierdes/ ¿a qué le tienes miedo?/si lo piensas no los tienes”, al azar escojo algunas de las frases en la imagen que inaugura la muestra. Si no eres madre, eres sospechosa; si eres madre, tienes que bancártelo sin dudas ni murmuraciones. La artista se rebela: aparece un bebé a contraluz, monstruoso. No todo es juego y belleza. Nos abruman sus demandas. Nos han llenado de culpa. Ser madre, ser mujer, ser hija parecen ser dimensiones cancelatorias, como si una no fuera todo eso y más al mismo tiempo. La maternidad aparece como un periodo que suaviza y obtura el insulto, aunque el cuerpo aparezca, ahora sí, como mera biología: en un video, la artista se extrae la leche de ambos senos en el baño de la universidad donde trabaja. El trabajo remunerado y el trabajo doméstico se unen, este último silenciado por el deber. Ritual diario de la mujer contemporánea.

Silencio.

Que venga tu madre, que venga tu abuela, que venga tu tía.

Silencio.

1985, 13 años. Almorzaba con mi familia en un restaurante. Mi sangre era un fluido extraordinario en aquellos días: todo se cubrió de un rojo sombrío: la falda, la silla. ¿Cómo escapar del centro comercial sin ser notada? Sudaba frío. Menstruar es una vergüenza. No menstruar, es un problema. Siempre me debatí entre uno y otro. La impuntualidad de mi cuerpo.

Silencio, perra.

Cuerpo enfermo, peligro, poética de la menstruación, días imposibles, dolor en el bajo vientre, estar con la luna, llorar. La toalla higiénica como la bandera nacional, rojo suave, rojo intenso, río de sangre, se desborda. Rojo sobre blanco. Banderas blancas con letras rojas que caen al suelo, limpieza del pabellón: hartos de vladivideos, corrupción, muertos. Sangre. Pinchazos. Menstruar no es estar enferma. La verdadera enfermedad es otra. Toallas higiénicas que son reemplazadas por curitas con sangre seca, fotos tenues que se multiplican. La verdadera enfermedad es el cáncer. Una célula como un pinchazo, como esa instantánea de manchitas pegadas sobre una pared blanquísima.

Somos cuerpo y más que cuerpo. Queremos dejar de ser cuerpo para ser nosotras, pero no podemos dejar de ser cuerpo sin ser nosotras. Somos cuerpo y más que cuerpo. La genial Carmen Ollé lo ha dicho mejor que yo: Como antes aún sigo en estado de alerta ante cualquier/extraño ante cualquier contacto presintiendo que debo/relucir o impresionar con mis lecciones de piano como ahora con mis partes. /Es un fracaso esta necesidad de estar alerta y de recibir/al visitante con la misma impericia de niña mostrándole/todo lo que creemos ser como si no bastara ya ser. Bravo, Natalia.