Mínima señal, de Irma del Águila

El escritor,
investigador y especialista en literatura latinoamericana, Paul Baudry, nos
ofrece un comentario del citado libro publicado recientemente por FCE Perú.

Escribe: Paul Baudry
Después de la
novela La isla de Fushía (Alfaguara, 2017), Irma del Águila regresa a la
narrativa con un conjunto de cuentos –la definición genérica de la prosa final
es debatible— bajo el breve y eficaz título de Mínima señal, con un prólogo de
Carmen Ollé, publicado por el FCE y presentado ayer en la FIL. Antes de entrar
en algunos detalles que merecen comentario, y sin contar demasiado, espero, las
intrigas, hay que señalar que el volumen se caracteriza por la brevedad
agradecida de los textos (respetando así uno de los criterios más peregrinos
del cuento, es decir, que se puedan leer de un tirón) y por la relación entre
esta brevedad y el buen uso del giro dramático que cierra las historias, así
como por el cuidado y la elegancia de la prosa. Es decir, a nivel estrictamente
formal, Mínima señal cumple con las expectativas del género lo cual puede
parecer una perogrullada pero, como lector, la sensación de no haber sido
embaucado sino gratamente enriquecido por las virtudes propias de este tipo de
texto (deslumbramiento ante el detalle, manejo de lo implícito, final
sorpresivo y convincente) ya es bastante.
Ahora bien, más
allá de un “libro de cuentos logrado”, ¿qué es lo que caracteriza la
originalidad de esta entrega? Me quedo con dos puntos. Primero, el contraste
entre una prosa acicalada y la naturaleza repulsiva de ciertos objetos narrados
(heces, pedofilia, un cuerpo en descomposición) que remece al lector al proponer
una estética en claroscuro. La combinación de lo sublime, que se cuela en el
detallismo de las descripciones, con lo grotesco de estas imágenes desplaza al
libro hacia un terreno mucho más contrastado y plausible donde lo bello –como
apuntaba Baudelaire en “Une charogne”—no se encuentra únicamente en las formas
convencionales sino que nace en la mirada del artista. Segundo, la mirada
femenina de las narradoras sobre su historia, su cuerpo y su medio social que
se revela plenamente dentro de sus contradicciones humanas. No voy a entrar en
el terreno espinoso de las definiciones porque no creo en una esencia burguesa
de la mujer, pero sí es posible afirmar que las feminidades aquí esbozadas
–parciales, gratuitas, irrepetibles– se caracterizan por la riqueza de las
tradiciones que encierran, la amenaza del otro masculino y las estrategias
emocionales que se plantean a sí mismas para reaccionar ante lo inesperado.
Este último
punto permite subrayar un rasgo transversal que debería llamar la atención de los
cuentistas, al menos desde un punto de vista técnico: la capacidad de
relacionar interior y exterior que se manifiesta en la oposición de espacios
pero también de puntos de vista. Un buen ejemplo, el más evidente quizás,
aparece en el primer cuento, “El campanario de San Blas”, donde el personaje
principal se siente conflictuado interiormente pero, de pronto, con la caída de
un rayo sobre la iglesia cuzqueña y el desmoronamiento de una parte de esta, la
contemplación de los escombros modifica su estado de ánimo.

Durante la
situación inicial, la focalización interna desmenuza la realidad al nombrarla
con extrema precisión como si el personaje quisiera controlar la realidad que
lo circunda para aplacar su tempestad interior. Pero la realidad caótica,
repentina y accidental del suceso mencionado relativiza su pena individual ante
la desgracia colectiva. Este procedimiento, que podemos resumir como el impacto
del afuera sobre el adentro, funciona también al revés cuando la narradora
proyecta su realidad interior sobre la realidad exterior, leyéndola e incluso
trastocándola desde sus propios deseos, miedos o carencias.
Poco antes de
que esa señal casi divina aparezca, surge otra, “mínima” justamente, que resume
metafóricamente los conflictos implícitos que lleva dentro de sí misma y que
anteceden a la escena: se topa con la cola de un roedor en medio de la
torrentera de la lluvia, un animal partido y parcial cuyas connotaciones de
suciedad representan el objeto agazapado que la persigue en su inconsciente.
Como se sabe, el cuento juega con lo indicial, con la parte que debe sugerir el
todo y por eso echa mano a menudo de las metonimias. En este caso, lo indecible
se condensa en este detalle repulsivo y externo que anuncia el descalabro del
campanario, es decir del cataclismo externo que produce la transformación
interna del personaje. Siempre es difícil no caer en el psicologismo por lo que
la salida propuesta, una dialéctica operativa entre intimidad y contexto, debe
ser valorada.
Los siete textos
restantes, y una coda, presentan los mismos rasgos que describí a modo de
introducción y en el primer cuento. Ahora, justamente, ¿son todos cuentos? Sí,
salvo el último texto que funciona como una prosa contemplativa que cierra el
conjunto alrededor del pivote narrativo principal que es la aparición de
mínimas señales, cotidianas o banales dentro del universo ficcional, pero que,
a nivel de la mecánica de lo contado, contribuyen a la economía literaria.
Las
características que emparentan “El campanario de San Blas” con el resto del
volumen son evidentes y le confieren solidez y coherencia: el trabajo sobre lo
indicial y sobre la percepción. En “La piscina”, por ejemplo, mientras el
narrador nos prepara para asistir a los tocamientos de un viejo bedel sobre una
menor, la sorpresa llega por otro lado. El violador, cuya identidad no revelo
para no spoilear la historia, es, al contrario, una persona fiable que aparece
desde otra ribera. Estos engaños deliciosos que planea el narrador para
conducir al lector por senderos erróneos y así potencializar su sorpresa, y en
este caso su indignación, son urdidos desde el detalle perfectamente mimetizado
con la trivialidad de lo real. Se dice que: “El viejo prefiere horarios de
clase de tres a seis”. La frase, meramente descriptiva, podría carecer de
interés fuera de contexto pero funciona como un cebo para capturar nuestra
atención y, como en toda buena intriga policial, confundir al sospechoso con el
culpable.
En cuanto al
trabajo sobre la percepción, Irma del Águila tiene una gran paleta léxica que
le permite declinar las modalidades de la mirada tanto del narrador como del
personaje que desean, rechazan, temen o huyen de la realidad (ver “El baile de
la garza”). La descripción de la luz caribeña, en particular en el cuento
“Luces de las sombras”, puede relacionarse con el papel del sol en El
extranjero de Camus: en tanto imagen de la verdad que busca y que hiere su
retina, no solo es un elemento descriptivo sino que forma parte actuante del
destino del personaje principal.

* Paul Baudry. Investigador, especialista
en literatura latinoamericana, autor del libro de cuentos El arte antiguo de la
cetrería.

Periodista y fotógrafa. Siguió la carrera de Comunicación Social y Periodismo Económico. Laboró en los diarios La Voz, Síntesis, Gestión y en la revistas Oiga. El 2000 fundó el portal digital MIAMI EN ESCENA (Florida, Estados Unidos) en donde radicó 10 años. A su retorno al Perú crea el magazine online LIMA EN ESCENA.