La mirada de Sumalavia

El escritor y periodista Enrique Planas, nos ofrece el texto que expuso durante la presentación del libro de cuentos Retratos familiares (La Isla, 2021) de Ricardo Sumalavia.

Comentar este libro es una trampa, porque el tiempo ha sumado capas de sentido que Ricardo nos está obligando, con sus buenas maneras pero con la misma perversa mirada de sus personajes, a desentrañar. Visto así, no podemos hablar tan solo de los ocho cuentos del volumen, sino responder también al prólogo del mismo Ricardo, así como la vigencia en las lecturas que, en un acto muy distinto a esta virtualidad, de forma off line, analógico y, por lo mismo, memorable, ofrecieron hace 20 años Pilar Dughi e Iván Thays, en el Centro Cultural de la Universidad Católica. Quizás, en el 2041, Sumalavia vuelva a organizar una performance parecida, quizás para entonces el virus continúe, pero la tecnología del holograma resulte más práctica que el zoom, y nuevos presentadores tengan que analizar nuestras propias lecturas sumadas a los previos textos y metatextos. Será como ese juego de espejos al que se refiere Joan Manuel Serrat en su disco lanzado en 1984 titulado: “Hace veinte años que tengo veinte años”, jugando con su temprana canción “Ahora que tengo 20 años”. En un concierto en Lima hace 10 años, Serrat comentaba que iba a escribir una canción titulada “Hace veinte años que digo que hace veinte años que tengo veinte años”. Y así hasta lo que duremos.

Entonces quiero comenzar apuntando unas pocas ideas sobre lo que me sugiere la lectura del prólogo del mismo Ricardo Sumalavia. En él, releyendo con distancia, Ricardo se da cuenta de inmediato de la presencia de la familia y sus secretos en historias, así como la presencia de Lima como “un laberinto del cual nunca quise salir” (ese juego de numeración repetida en una avenida limeña en el cuento “Ultima visita” es un ejemplo literal de la idea del laberinto), pero laberinto dentro del cual necesita, como sus personajes, ser guiado. Y esa guía también corresponde a la “búsqueda de un universo narrativo propio”. Allí, Ricardo habla de conversaciones con autores entrañables que le ayudaron a producir este libro tras lo que él llama “la seca” creativa tras su primer libro Habitaciones (1993) y también de lecturas fundamentales, como pueden serlas las novelas del chileno José Donoso o de la novela breve Aura de Carlos Fuentes.

Pensando en la novela Aura, aquí les refiero un recuerdo del viaje al Zócalo de México, buscando la calle Donceles 815. Si entramos a Donceles desde Eje Central Lázaro Cárdenas, una de las primeras cosas con las que nos encontramos es con La Casona de Aura, una librería de viejo ubicada en el número 12 de esta calle que hace alusión a la novela de Fuentes. A partir de ahí la los libros y la sensación de abandono van de la mano. Seguí caminando y con decepción noté que cuadras adelante la calle de Donceles cambia su nombre a Justo Sierra y la numeración se pierde, por lo que en efecto el número 815 no existe. Dice Ricardo en su prólogo: “Para mí, esta es una edición celebratoria, pero ello no quita que haya nuevas lecturas, nuevos comentarios, y que, veinte años después, con tanto vivido y en pleno año pandémico, sea pertinente preguntarse si todavía hay un lugar para este libro en este nuevo e insólito panorama literario”.

¡Qué compromiso responder a esto!

Mientras leía Retratos familiares, no he dejado de preguntarme dónde estábamos hace 20 años, qué leíamos y escribíamos entonces los escritores entonces jóvenes, que acababan de pisar el umbral de los 30. No pretendo hacer un estudio detallado, ciertamente, pero recuerdo que había dos bandos marcados. Por un lado, los narradores jóvenes de aquel “Realismo sucio”, que dieron testimonio de la crisis y la violencia imperante en el país a través de sus experiencias adolescentes en la violenta Lima. Harta droga, sexo y pandillaje, en un intento de reproducir directamente comportamientos y estereotipos sociales de la urbe, donde poco se dejaba a la sugerencia.

Por otro lado, un grupo en el que me sentía más cómodo y en el que hice mis amigos, eran escritores igualmente jóvenes que no buscaban mantener referentes directos con la realidad inmediata, y más bien la propia ficción, lo propiamente literario, se convirtió en refugio. Eran ciudades inubicables, ricas en símbolos y alegorías, y personajes extraños y extremos. Por supuesto, en toda tradición imaginada por la crítica de forma bipolar, el resto de escritores que no desarrollaban sus obras de forma realista ni exploraban en territorios utópicos, entraban al cajón de sastre de los textos inclasificables. Eran los raros. Para responderme a la pregunta dónde estábamos hace 20 años, los dos textos de la presentación de 2001, a cargo de Pilar y de Iván, resultan valiosísimos.

A propósito: creo que es necesario reconocer la calidad de las presentaciones de libro hace 20 años. Entonces, escuchadas como parte del público, la mayoría nos parecían fascinantes. Hoy, cuando uno forma parte del mecanismo de la creación y promoción editorial, ha perdido gran parte de su encanto (salvo en esta ocasión, claro). Eran días en que podíamos asistir a una presentación teniendo en la mesa a Pilar Dughi, a Eduardo Chirinos, a Toño Cisneros, a José Watanabe. Hoy, cuando presentaciones como esta se transmiten, se graban, se rotan, se multiplican, cuánto extraño esas veladas íntimas en las que nos sentíamos parte de un culto con pocos asistentes, una performance verbal que hoy cuesta replicar. Quizás me hago viejo y estas líneas están marcadas no solo por la orfandad de referentes, sino también de ideas. Quién sabe.

Volviendo: En esa noche de noviembre de 2001, Pilar Dughi (la tan querida Pilar), destaca dos rasgos del libro: en primer lugar: que el estallido de asombro al final de la lectura no se genera por la sorpresa o extrañamiento de las mismas, sino por lo contrario: por “la revelación de la tenue malla que entreteje lo trivial y lo inocente de la conducta humana con sus motivaciones más esquivas y perversas”. Reconociendo la fina sutileza chejovniana de sus argumentos, Pilar aporta un segundo rasgo distintivo del libro: “las urdimbres familiares” se revelan a través de personajes “voyeurs”, en permanente observación. Por su parte, Ivan Thays (amigo en común), advertía los vínculos sutiles entre todos los cuentos, a manera de vasos comunicantes, bajo el concepto de familia. Asimismo, nos señala que en los cuentos de Sumalavia siempre hay una historia detrás de las historias, una segunda historia contada de manera dramáticamente sutil. Algo parecido a la tesis sobre el cuento de Ricardo Piglia: “Un cuento siempre cuenta dos historias” decía el escritor argentino, atendiendo a que todo cuento es un relato que encierra un relato secreto.

Así, ambos presentadores coinciden en que hablamos de cuentos solidarios. Ciertamente, los vasos comunicantes no solo contienen lo temático, hay algo más allá que permite esa organicidad del conjunto, esas variaciones melódicas, esos leit motiv que el lector parece esperar. O aquellas “tenues simetrías”, en palabras de un también, tenue narrador en uno de sus cuentos. Lo dijo entonces Pilar Dughi y me quiero detener en ello ahora: la actitud del narrador como voyeur. Los cuentos de Retratos familiares podrían dividirse en dos bloques: aquellos narrados en primera persona, y los narrados en tercera, es decir, aquellos en los que el narrador se permite participar en la historia y los que nos la plantea con una discreta distancia.

Técnicamente hablando, si bien se narra en primera y en tercera, no se trata de un narrador protagonista (que asume el liderazgo de la historia) ni uno omnisciente (cuyo conocimiento de los hechos es total y absoluto), sino más bien sus variantes, menos poderosas e incapaces de penetrar la mente de los protagonistas: hablamos de narradores testigos (que asisten al desarrollo de los hechos) y observadores (que solo muestran lo que son capaces de ver). En ambos casos, se trata de formas de narrar limitadas, incapaces de darnos acceso a la vida interior del protagonista más que de forma limitada. Es un recurso técnico, pero también una postura ética. El narrador en los cuentos de Sumalavia abjura del poder, de cualquier protagonismo. Evitan tomar la iniciativa. Como dice el narrador de “Los climas”: “Quise actuar y no pude. Sé que fui un cobarde, un excesivo frío invadió mi cuerpo”.

Algo impensable para la literatura realista de entonces. En efecto, uno de los espacios más interesantes en que la acción se precipita ocurre solo como transgresión al universo del relato: la iniciativa solo se toma en sueños (como la pelea final entre Marcelo y Sandra en el cuento “Retorno”), o la entrada del cuchillo en la espalda del amante, cuando Olenka, la observadora, se encuentra en pleno éxtasis, en el abandono físico del orgasmo y la embriaguez (como en el cuento “La Ofrenda”). Es interesante que, incluso en los actos sexuales, los personajes que narran la historia solo se dejan llevar. En el intercambio epistolar que Ricardo sostiene con el desaparecido Eduardo Chirinos, y que comparte el prólogo, el poeta señala que su narrativa “gana más cuando el narrador está menos en dominio de su materia”. Para Chirinos, este efecto hace crecer más el misterio, “esa cosa perturbadora que no tiene que ser explicada ni sujeta a explicaciones que dirijan el sentido”, afirma.

Pienso en qué significa “dominio” para el poeta. Si atendemos al motor de las historias, podríamos hablar de la acción dramática del personaje como disparador en las historias clásicas. Alguien necesita algo y enfrenta obstáculos hasta lograr o fracasar en su intento por conseguir lo que busca. Pero en las historias de Sumalavia, sus personajes no son conscientes de sus acciones dramáticas. Eso es lo que quiere decir “dominio” para Chirinos y eso es lo que vincula a nuestro autor con los relatos de Chéjov, como advertía Pilar Dughi. Porque en Chéjov (o como en las más actuales comedias de Seinfeld), la voluntad de los personajes principales no es del todo consciente y los personajes se engañan a sí mismos pensando que tienen ciertos propósitos sin darse cuenta de que sus propósitos son otros. En estas historias, la atención del lector se dirige a un conjunto de atractivos no argumentales: nuestra curiosidad por presenciar historias íntimas, la fascinación por ver cómo se comportan cotidianamente personas que se parecen mucho a nosotros mismos, las revelaciones intelectuales de los personajes, la perturbación que producen los secretos en la maquinaria familiar.

Y ya que hablamos de acciones dramáticas, Sumalavia nos enseña que, al escribir sobre el amor, su estrategia narrativa es la única posible. Me explico: El corazón de la acción dramática es un verbo productivo, capaz de producir un evento. “Vengar” o “descubrir” por ejemplo son verbos productivos porque “vengar” produce el evento de la ejecución de la venganza y “descubrir” produce el efecto del descubrimiento. Aunque pueda resultar perturbador, al momento de escribir una historia, “Matar” nos sirve como una acción dramática, al sugerirnos el evento de la muerte de alguien. Sin embargo, “amar” no nos sirve. No produce ni sugiere un evento, sino que es más bien una actividad permanente que rige un estado de cosas.

El “amor” no es un evento sino un concepto. Y es el asedio a ese concepto lo que, de regreso de esta caza mayor, logra Ricardo Sumalavia con este libro. De forma indirecta, como mata Perseo a la Medusa atisbándola en el reflejo del escudo, el autor habla de la familia y sus secretos, pero especialmente del amor y sus subproductos: la inquietud, la angustia, la ansiedad, la permanente intranquilidad. De forma indirecta, nos cuenta hechos presente pero que sugieren un pasado que nos resulta vedado. Una serie de silencios que quedan resonando en la mente del lector.

Aquí comparto algunas de esas resonancias que me acompañan tras la lectura.

1. En algunos cuentos, hay retratos familiares expuestos en las casas. En otras, las fotos brillan por su ausencia. Sin embargo, esa ausencia también brilla.
2. Desde el cuento “Retorno”, barrios como Santa Cruz, Barrios Altos, o Camaná 476 (la casa de putas) son referentes urbanos muy definidos. El barrio se convierte en espacio en tensión, asociado siempre a un personaje.
3. Como el niño de “Puertas marrones”, el resto de personajes buscan en el personaje central del relato respuestas que este, lo confiesa, no tiene.
4. Las confusiones como disparadores de la historia, sean deliberadas o producto de la casualidad.
5. En todo cuento de Sumalavia, toda amabilidad esconde una segunda intención.
6. El tema del doble es para Sumalavia el juego más divertido. Es lo que sostiene un juego como “Retorno”, basado en el parecido entre Marcelo y su hermano, el narrador, así como entre Sandra, pareja de Marcelo, y la muchacha que él frecuenta en la casa de putas de barrios altos.
7. Los parecidos son sutiles porque en la narrativa de Sumalavia la identidad suele permitir el reemplazo, tiene una cualidad protésica. Los personajes son remedos que, gradualmente, pueden ganar presencia en el relato hasta alcanzar, simbólicamente, el desplazamiento del original, mientras los originales se difuminan o desfallecen (“Retorno”, “Ultima visita”)

Ciertamente, una presentación del libro no es lugar para resolver el misterio del volumen que se presenta. Solo diré que, en el caso de Retratos Familiares, esta pretensión no solo sería torpe sino también imposible. Uno intenta seguir el mapa que Sumalavia te entrega para buscar, como decía el poeta Chirinos, aquello que hace crecer más el misterio. Pero por más que lo intentas, te das cuenta que, 20 años después, seguimos incapaces de encontrar la salida de su laberinto. Veinte años después, sus calles nos siguen resultando misteriosas y fascinantes. Por más que busquemos, ni Donceles 815, ni Camaná 476, existen.