Una lectura de País de nieve

Un hombre distante, una mujer trágica y otra no menos trágica. Un triángulo amoroso. En 1968, Yasunari Kawabata ganó el Nobel de Literatura por novelas como esta, otras mucho más extensas. Esta es una lectura personal de País de nieve, donde los personajes femeninos se imponen

Por: Anahí Barrionuevo

Leo País de nieve, de Yasunari Kawabata

Increíblemente no había leído este libro. La literatura japonesa es fascinante, así me lo parece, al punto que hace casi un par de décadas edité un libro de uno de sus grandes escritores: Rashomon y otros relatos, de Ryonosuke Akutagawa. Conseguir los derechos de la traducción de Kazuya Sakai, nacido en Buenos Aires pero que entonces vivía en algún punto de California no fue nada fácil, con una incipiente internet que apenas ofrecía el People Finder de Yahoo!… Pero no es momento de contar eso. No he leído suficiente literatura japonesa, aunque no poca, y una prueba de esta falta es que este libro (País de nieve) no lo hubiera leído hasta ahora. De hecho, el autor japonés que más he leído ha sido Haruki Murakami, lo que supongo que no habla muy bien de mí a ojos de los exigentes literamantes, literanazis… Pero reivindico a ese autor: Murakami es mucho más que una agencia de marketing. En fin, no es momento de hablar sobre él tampoco.

Kawabata. País de nieve. Brevísima. Las novelas breves tienen grandes virtudes: una historia simple, una trama muy clara, imágenes contundentes. Pero vaya que no hay tiempo para sumergirse en serio en un universo. Es un asunto cuantitativo, una cuestión de reloj biológico. Un libro que lees en unas pocas horas, repartidas con suerte en un par de días, no parece capaz de dejar una huella en tu núcleo celular. Quizás ingresa al plasma y flota para contribuir a tu metabolismo, pero no es mitocondrial, mucho menos se funde con tu adn. Salvo que te llames Franz Kafka y se trate de La metamorfosis. Con este punto de partida, tal vez injusto, País de nieve es una novelita notable, muy bien lograda.

Komako es la gran protagonista, a despecho de Shimamura, el sujeto desde cuyo punto de vista vemos todo. Yoko, por su parte, es un personaje resorte, pero no clave.

La trama transcurre en el noroeste japonés, en la zona montañosa donde la nieve, si no perpetua, sí es abundante y frecuente. Al inicio de la estación nevada de un año equis, Shimamura vuelve al lugar desde Tokio. Y entonces un flashback nos cuenta que ya estuvo ahí hace más de un año, pero en la primavera. En esa primera ocasión conoció a Komako, una jovencita de diecinueve años que entretiene a los clientes de la posada del pueblo a la manera de las geishas, pero que aún no lo es, y probablemente no planea serlo. En esta ocasión (la nevada), Shimamura se rencuentra con ella, que ya se ha hecho geisha y mantiene su amor por él. Komako ha cambiado. Es posible que se haya hecho geisha motivada por el hecho de que él la hiciera a un lado la primera vez que estuvo ahí. Esa primera vez, ella habló de arte, especialmente de teatro y de música, y él sintió por ella amistad, pero no deseo. O no fue consciente de ese deseo, porque algo debió sentir cuando ahora ha regresado.

Después de una estadía breve, en que él siente mayor fascinación por las atenciones de ella y en que estrechan en extremo su relación, Shimamura se va, pero vuelve poco después, en el inicio del otoño. Entonces, la historia hace un arco de más de dos años, y tanto como el paisaje, el tiempo, es decir el clima, es una pieza clave. El lugar es y no es el mismo, porque cada vez la estación lo transforma. Y también se transforma Komako, que paulatinamente enloquece de amor, que reclama y presiona, espera y anhela, tanto como su amor le impone. Demanda, pero conoce su lugar, y esto es tremendo, tremendamente triste. A lo largo de la narración, me parece, Shimamura llega a amarla, pese a su mayor edad, su mayor estatus y el pequeño detalle de que está casado… Pero todo esto no se cuestiona demasiado: usos y costumbres del Japón de inicios del siglo XX, la mujer en su sitio, y el hombre también.

Shimamura es un diletante, un tipo contemplativo, pero contemplativo con distancia, con emoción contenida. El estilo de la narración se ajusta bien a este temperamento. Los detalles y las imágenes son notables, conmovedoras, pero no desgarrantes. Típicamente japonés, digamos. Y en esa línea, Kawabata describe enormemente inspirado: los copos de nieve no caen, sino que parecen flotar como suspendidos de hilos, dice, por ejemplo. Y es consciente de la dureza del clima, de la ardua vida que impone a las gentes, pero en todo eso solo observa belleza, porque Shimamura está ahí, pero no “se encuentra” ahí. Porque en él hay distancia, una manera de estar, pero no de involucrarse. Toda una forma de ver las cosas. Experimenta sorpresa y curiosidad ante la sensibilidad de Komako, lo conmueve, pero no termina de concernirle del todo… Salvo que llega un punto en que le va concerniendo.

¿Siempre pasa así, que termina por concernirnos el amor del otro? Mi experiencia me dice que sí, y luego no, si el amor no surge desde dentro, sino que solo resulta estimulado el enamoramiento, o solo cierta infatuación, a partir de las atenciones del otro. Entonces depende, y depende no de la medida del amor del otro, sino de la medida del amor que sentimos por nosotros mismos, a veces excesivo. Finalmente, presumo que Komako no encajará en la vida de Shimamura, o tal vez sí, pero siempre con distancia.

Y no amplío demasiado porque el spoiler referido a una novela breve en verdad puede arruinarla.
En cuanto a la edición, casi impecable. Apenas cuatro erratas, una de ellas un indeseable anacoluto. La nota inicial, del traductor, buena, especialmente porque hace lo que hay que hacer: cuenta la historia del texto. A saber, una novela escrita por entregas y luego, doce años después, ampliada con un final distinto, trágico y muy logrado, por el propio autor. Y ese final es el que está aquí.

Buenos Aires: Emecé, 2003. 160 pp.
Edición original: en japonés, ¿Tokio?, 1935-1947. Esta traducción viene del inglés, por Juan Forn.

Editora peruana. En el Perú ha editado a escritores como Ryonosuke Akutagawa, Henry James o Franz Kafka; y a escritores peruanos como César Vallejo, Ciro Alegría, Luis Loayza, José Diez Canseco o Jorge Eduardo Eielson, entre otros. Asimismo, ha trabajado en editoriales nacionales e internacionales y en distintos proyectos. Es, además, editora de Clorinda, sello dedicado exclusivamente a la novela.