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Con la resaca de todo lo vivido en la FIL Lima 2019, es momento de decir que soy harukist. Así que más que una antirreseña, esta es una declaración de amor, y ojalá sea un homenaje. No va tanto sobre uno o dos libros, sino sobre la obra de Haruki Murakami en general, y sobre mi lectura en particular. No importa si en octubre de este año, en que serán concedidos dos Premios Nobel de Literatura (porque un escándalo sobre acoso sexual suspendió el proceso en 2018), Murakami nuevamente no lo gana. En el corazón de sus lectores ya tiene premio. Como siempre, hay spoilers.
Por: Anahí Barrionuevo
Leo Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Kafka en la orilla, de Haruki Murakami. O más bien las recuerdo. Y entonces asoma la promesa de La muerte del comendador.
Pero empecemos por el principio… En El cuarteto de Alejandría (1958), de Lawrence Durrell, libro (o tetralogía) sobre libros, sobre el arte y la vida, sobre el amor (y la sexualidad) en “tiempos modernos”, y sobre una ciudad que se refleja en el cielo, el personaje Ludwig Pursewarden, escritor, sospecha que, cuando escribe, su vida empieza a semejarse a sus libros. Es decir que lejos de ocurrir lo que comúnmente se cree —a saber: que los libros se inspiran en la vida—, es la escritura la que se entromete en la realidad y la determina. Balthazar, otro personaje, escribe sobre él: “En aquella época estaba sumergido hasta la cabeza en su nueva novela, y como siempre, descubría que su vida, de una manera un poco deformada, comenzaba a seguir la curva de su libro”. ¿Y qué nos ocurre a nosotros, lectoras/lectores, cuando nos sumergimos en los libros? ¿Son nuestras experiencias pasadas, y nuestras ideas y creencias, el fondo de la caverna donde encuentra eco la “voz” del escritor? ¿O también nuestra vida se configura a partir de lo que leemos? Ambas cosas. Lo último sin duda ocurre en el nivel de lo que, a falta de mejores términos, podríamos llamar “sentimental”, “emotivo”, e incluso “ideológico”. ¿Pero es acaso posible que la ficción se entremeta al nivel de los hechos?
Yo creía que no
Llegué a Murakami gracias a mi amiga Ximena, que hace más de quince años, antes de irse a los Estados Unidos para siempre (o lo que viene siendo para siempre), me prestó un bonito ejemplar de Tusquets, la editorial de Murakami en español para América Latina, de un título singular que, apenas llegado a la librería, ella había comprado: Sputnik, mi amor. No me impactó especialmente, recuerdo, la historia de Sumire, esa chica enamorada de su amiga y jefa Myu, dieciséis años mayor que ella, talvez porque Myu me resultó un poco antipática, y no por el hecho de que confundiera a los poetas beatnik con el nombre de la nave soviética, sino más bien por su inconsciencia, o lo que sentí como cierta incapacidad de entender. Y ahí nomás debí sospechar algo, pero no fue así. A despecho de mi disgusto sobre Myu, sí sentí que la de Murakami —o la de su narrador— era una voz amiga, un murmullo convincente, un tono delicado y deslumbrado por el mundo (por los mundos) y por la vida. La cosa es que con esa lectura, lo mío no fue amor a primera vista, sino apenas amistad, con un respeto, un afecto, un “tomaré café contigo tantas veces como pueda, pero no saldremos a bailar enloquecidos los fines de semana”, o al revés: “saldré a bailar contigo tantas veces como pueda, pero no tomaremos un café enloquecido cualquier día de semana”. Algo así.
Desde Sputnik leí, con mucha pausa, varios otros títulos de Murakami, y lentamente me fui convenciendo de que ese señor, nacido a miles de kilómetros de Lima, en Kioto, la antigua capital del Japón, décadas antes que yo, en 1949, un 12 de enero, y cuyo idioma no puedo comprender, es, en realidad un escritor capaz de expresar aquello que yo suscribiría punto por punto. O casi.
No he leído todo lo que ha publicado hasta hoy, desde que en 1979 apareció Escucha la canción del viento, que solo fue traducida al español en 2015, pero algo más de una docena de títulos ha sido suficiente para amarlo. ¿Pero cuándo la amistad se convirtió en amor? No podría precisarlo. Solo sé que un buen día alcanzó su punto crítico, tras haber crecido en intensidad y altura. Fue un verano, para menor originalidad. Hace nueve veranos, para ser precisa. Ocurrió mientras leía en una mecedora en el patiecito posterior de mi casa, cuando durante varios días oí que a lo lejos silbaba de mil maneras un ave que no había escuchado antes. Yo leía Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. El ave era, según creo, una calandria, o quizás se tratara de un sinsonte; es difícil de saber para mí, pero con certeza nunca la había oído en Lima. De pronto, la coincidencia me condujo a pensar que la realidad y la ficción se me estaban confundiendo y fundiendo, se unificaban, se apoderaban la una de la otra, y así, indistinguibles, conformaban una entidad nueva y única, me envolvían. Luego otros detalles parecían confirmar el proceso: los pozos y las manchas en la cara del protagonista, Tooru Okada, al que abandonan su gato y su esposa, Kumiko, de manera imprevista pero inexorable; los juegos oníricos en los que, como a mí entre ficción y realidad, al protagonista le resulta casi imposible distinguir lo cierto de lo incierto. Se afirmó en mí la idea, la sensación, de que yo no estaba leyendo ese libro: lo estaba viviendo.
No es broma: a continuación mi vida empezó a transformarse de la misma manera, y casi diría que en el mismo sentido, que la del protagonista. Algo se estaba revelando en mí, algo me estaba siendo revelado. Y fue tal la incursión de la ficción en mi vida (como digo, mi vida empezó a parecerse peligrosamente a ella), que en determinado momento, asustada, ralenticé mi lectura hasta niveles exasperantes. De párrafo en párrafo, avanzando pocas páginas por día, a veces casi ninguna, pasaron varios meses mientras me entretenía con otras lecturas. Naturalmente, a menudo me dije que era ridículo atribuirle tal poder a un libro cualquiera (el de transformar mi vida de manera tan palpable), y quise decantarme por considerar que se trataba de una increíble coincidencia. Traté de oponerme al destino, al destino de Tooru Okada al menos, que ahora resultaba ser yo, con una continuidad pasmosa, casi cortazariana. ¿Cómo podía haber tantos elementos de mi vida presentes en esa novela, y al mismo tiempo el curso de los hechos de mi vida tomar un sentido tan similar al de los contados por Murakami? No podía ser. De seguro había llegado a mí para prevenir mis acciones. Podía salvarme. La cosa es que sobreviví a Crónica del pájaro, terminé sus páginas habiéndome opuesto y luchado contra muchos de los hechos que allí se me anunciaban. Fue inútil.
Poco después de finalizada mi lectura, el cataclismo sentimental que había logrado contener estalló, esparciéndose como la lava sobre un campo de cultivo. Al menos el gato se quedó, como me quedó para siempre la impresión de esa mezcla brillante entre la historia personal de Okada y la historia del Japón del siglo XX (especialmente en sus episodios sobre la guerra contra China, la Segunda Guerra Mundial y las decepcionantes tramas de corrupción política posteriores) que consigue Murakami en ese libro extraordinario. Ignoro mucho sobre la tradición literaria japonesa, apenas conozco unas cuantas cosas que de ninguna manera podrían darme un marco acabado. Pero sí sé lo que Murakami me dijo con Crónica del pájaro: que no solo a los artistas del mundo flotante les ocurren eventos extraordinarios; que también a cualquiera, a ti o a mí, la realidad nos tiene guardadas experiencias extraordinarias, muchos de cuyos agentes permanecen invisibles a nuestros ojos, porque nuestros corazones con frecuencia están sordos. Y más que eso, que la realidad se articula a partir de hilos secretos, subyacentes, que debemos descubrir para encontrar, con suerte (pero al menos buscar), el sentido final de nuestra vida.
Bueno, pero una cosa es un libro, ¿no? Y finalmente, en algún punto del continuo espacio-tiempo, su lectura acaba. Entonces te apartas, sientes que te dejó un viento huracanado, pero incluso esa corriente transita hacia otros rumbos, se aleja, te deja y la olvidas. Hasta que un buen día recuerdas Tokio blues, por ejemplo, y dudas entre si te identificabas con Tooru Watanabe, Naoko, Midori o Reiko, y Al sur de la frontera, al oeste del sol, esa tardía historia entre Hajime y Shimamoto. Y piensas en esa lectura de Sputnik y te sobresaltas un poco y te dices “Caray, en verdad se parecía mucho a mi vida también, a cierto momento de mi vida al menos”, y súbitamente sospechas que alguien te debe estar filmando, que alguien ha montado un experimento contigo y te está observando sin que tú lo sepas, y sientes cómo se elevan los vellos de tu nuca, y empiezas a creer seriamente en que el Gran Arquitecto es en realidad el Gran Hermano, porque algo fuertemente orwelliano hay en todo esto, y tienes miedo, cierto miedo. Pero, claro, la razón se sobrepone, se superpone, y coges otro libro de la estantería, de ese autor del que estás —ahora sí— enamorada perdidamente, y uno de los lomos te llama, con ese título que no te dice mucho pero que igual compraste porque era de él: After dark.
Los que han leído After dark pueden comprender hasta qué punto me impactó (si no lo han hecho, háganlo, para sobrecogerse como yo), cómo me hizo sospechar que podían estar pasando tres cosas: que yo había enloquecido, que me había trasladado en definitiva al mundo del sueño, o que había en efecto hilos secretos que me unen a la escritura de Murakami. ¿Ese detalle de encuadres como de cámara, esa chica metida en un televisor, como estudiada, analizada, no era yo con mis sospechas de que algo extraño estaba pasando o pasaba cada vez que leía un libro de Murakami? No, no podía ser casualidad. ¿O sí? Claro que no tuve yo que ver con prostitutas, criminales ni cafichos, como sí le ocurre a Mari Asai, la protagonista. No: la cosa era esa de la observación y del extrañamiento. Y un detalle no intrascendente: Mari, al principio de la narración, lee. ¿Yo también era Mari Asai?
Me alejé de Murakami como quien se aleja de una droga peligrosa. ¿Todas las drogas lo son? No lo sé, pero Murakami, a quien amaba, me estaba dando miedo. ¿No suele pasar así siempre con el amor? Quizás. El asunto es que me entregué a otras lecturas. Hasta que volví a él, ya libre del temor que me había inspirado tanto amor. Y llegué, por fin, paciente lectora/lector, a Kafka en la orilla.
Murakami ha dicho (no recuerdo dónde ni cuándo) que Crónica del pájaro es su novela más acabada. Debió decirlo antes de terminar Kafka en la orilla. Y si no fue así, discrepo. Kafka es, a mi modo de ver, más completa. Se parece mucho a Crónica, es verdad, pero la supera. Añado también que la edición en español de Kafka está mejor hecha que la de Crónica (o al menos que la que yo tengo, que es la primera, y que por eso mismo se hizo, de seguro, a toda prisa). La de Kafka, posterior a su primera aparición, es muy cuidada, con notas a pie oportunas, con la caja adecuada y la puntuación bien puesta, y hasta con un tipeo más prolijo. Esto ocurre pese a que la leí en Maxi y no en Andanzas, que, siendo de bolsillo, es más modesta, sin solapas, humilde, claro que tan humilde como puede ser un Tusquets. No solo yo he percibido esta superioridad de Kafka (no de la edición sino de la novela): ya los chicos del New York Times la pusieron como la mejor novela de 2005. Tuvieron gran razón.
Emprendí la lectura de Kafka a fines de cierto enero, en plenas vacaciones de verano en el hemisferio sur, echada cómodamente en un camarote de un bungalow en un club de playa, todo grato alrededor, con el amor de la familia cerca. ¿En una playa dije? Sí, en una playa… ¿Y esa orilla de la que habla el libro no es justamente “la orilla del mar”? En efecto… ¿Qué estaba pasando nuevamente?
Y cuando terminé de leerla, tuve una sensación de efervescencia feliz, que es una sensación efímera ya se sabe, porque la memoria humana es extraña y a veces breve e imprecisa, y cuando le da la gana larga y minuciosa, pero siempre inquietante. Lo importante fue lo que ocurrió en medio, entre el final y el inicio a la orilla del mar. Kafka Tamura, ese chico de quince años enamorado de esa mujer que puede o debe ser su madre, la señora Saeki, y que ha deseado asesinar a su padre, llegó a mi vida justo cuando mi hijo iba camino a esa edad. Y el viejo Satoru Nakata, memoria en blanco que puede hablar con los gatos, como yo, que hablo con el mío (y me responde), y que es capaz de mover “la piedra de la entrada”, ¿no me dijo tanto de mí? ¿Y quién soy yo: Oshima u Hoshino? Lo que más me impactó de Kafka, sin embargo, fue cómo Murakami redondea dos ideas que ya estaban en Crónica. La primera: que existen hilos secretos que mueven nuestra vida, o más bien que la guían, así como vínculos misteriosos que nos unen a otros seres humanos cuyos destinos, aunque lo ignoremos o deseemos ignorarlo, compartimos. La otra me conmueve más: basta una metáfora para enamorarse; el momento en que surge en nuestra mente, en nuestro corazón, una metáfora acerca de una persona, encontramos el amor hacia ese alguien, porque, dice Kafka Tamura, “las metáforas pueden eliminar en gran medida lo que nos separa a ambos”. Y así pasa, o suele pasar, en nuestro corazón.
Para no aburrir, no contaré los detalles acerca de lo igualmente sorprendente que me resultó la experiencia de leer/vivir 1Q84, talvez la novela de Murakami que me ha resultado más entrañable incluso que Kafka, porque a través de Tengo y Aomame entendí que el punto verde que veía en el Messenger (en sus tiempos previos al Facebook) era una Luna teñida de ese color, y que al mismo que yo veía activada una en particular, también brillaba la mía. Eran dos lunas en verde. Después pasé a frecuentar por un tiempo ese Pueblo de los Gatos que es el Parque Kennedy… y más adelante mi casa adoptó cada vez mayor cantidad de felinos. Y ni se diga nada de la crisálida… Tampoco me detendré en lo mucho que encontré de mí y para mí en De qué hablo cuando hablo de correr, por mencionar solo dos libros.
Entre un Murakami realista (o casi realista), y ese otro más bien fantástico, onírico, surrealista, me quedo con este último. Porque sus alucinaciones —con sorprendente capacidad de ensueño— nunca son gratuitas ni inmotivadas: hay en ellas una enorme verdad, una verdad de este mundo, un mundo contemporáneo y cuántico, fractal y multidimensional, y de otro. A esa verdad no es fácil asomarse, pero allí está, lista para ser tomada como el fruto de un árbol extraño pero probable. Se dirá que la intromisión de esas alucinaciones en la vida (en la mía, en la de cualquiera) es solo producto de la lógica correlación que establece la mente entre los hechos y las palabras. Que deriva de la nominación dándole forma a la cosa, mostrándola, haciéndola obvia. ¿Pero no es sugerente, inquietante e iluminador imaginar que, además, le da realidad, la crea o la provoca?
No sigo
El asunto es que, por todo lo dicho, he venido postergando el inicio de La muerte del comendador, la novela más reciente de Murakami, que consta de dos volúmenes. Hoy he comprendido que, si bien no se puede ni se debe apresurar el tiempo —tal como sostiene Clea en El cuarteto de Alejandría—, tampoco se debe ni se puede retrasarlo. Así que acabo de ingresar en el primer volumen de La muerte del comendador, y he conocido ya al hombre sin rostro.
Haruki Murakami (1994). Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Barcelona: Tusquets (Colección Andanzas), 2001. 686 pp. Título original: Nejimaki-dori kuronikuru. Traducción del japonés de Lourdes Porta y Junichi Matsuura (2001).
—(2002). Kafka en la orilla. Barcelona: Maxi Tusquets, 2008. 720 pp. Título original: Umibe no Kafuka. Traducción del japonés de Lourdes Porta (2006).
—(2017). La muerte del comendador. Libro 1. Lima: Tusquets (Colección Andanzas), 2018. 480 pp. Título original: Kishidancho goroshi. Traducción del japonés de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara (2018).