Una lectura de El infinito en un junco

¿Cómo es nuestra relación con los libros, con la lectura y la escritura? Hablemos sobre eso a propósito de este notable ensayo de la española Irene Vallejo, que va sobre la historia de los libros en la Antigüedad, y dado que el Día Mundial del Libro se celebra pronto, como cada año, este 23 de abril. Alerta de spoilers y de desafíos. Y no espere brevedad.

Por: Anahí Barrionuevo

Leo El infinito en un junco, de Irene Vallejo, y por primera vez pienso que, si hay un libro que me hubiera gustado escribir, sería este. Claro que tendría que volver a nacer para lograrlo, pero no es eso lo que importa, sino lo destacable que resulta la manera como está escrito, con un estilo y una perspectiva surgidos de consignas claves. También me importa esbozar un diálogo entre lo que expone la autora y la realidad nuestra, local, peruana. Empecemos.

Como punto de partida, el junco al que alude el título (la totora diríamos aquí) no es otro que el papiro. De esa planta angiosperma y monocotiledónea (Cyperus papyrus) proviene el material del mismo nombre, en el cual Vallejo cifra el primer gran impulso de los libros. Si bien la planta se distribuía en amplias zonas del Mediterráneo, fue a los antiguos egipcios a quienes, con su genialidad habitual, se les ocurrió procesar el tallo para convertirlo en láminas y luego rollos donde dejar constancia de su bellísima escritura.

El relato de Vallejo sobre este aprovechamiento de las propiedades bioquímicas de las plantas en favor de la difusión de lo infinito (la cultura, el saber, el sentir, plasmados en la escritura) es relevante para Occidente —entendido, por supuesto, como Europa—, pues ya sabemos que en el Lejano Oriente se hacía lo mismo desde antes, pero con el papel.

Vayamos por partes.

El libro y la estructura

 Es curioso que la publicación de este libro sobre los libros haya coincidido con la llamada «crisis del papel», desencadenada por el frenazo industrial de la pandemia que, sumado a la evidencia de que las materias primas no son inagotables, ha provocado la escasez de este y otros suministros del libro y, por tanto, su enorme encarecimiento.

Esto explica que la versión impresa llegada a mis manos sea una muestra de la consigna editorial del ahorro. Se trata del formato más económico, con un papel amarronado de calidad pobre, y con una letra minúscula e incluso desteñida en varias páginas. Un aspecto, digamos, disuasorio, y más en un libro extenso. Es la edición en el sello Debolsillo que, a partir de un acuerdo con la editorial original del libro, Siruela, cuyas impresiones suelen tener una factura más costosa, se encarga de su distribución masiva, supuestamente abaratada (supuestamente nomás).

Por fortuna, no son lo mismo continente y contenido: este último es tan bueno que permite olvidar durante la lectura lo mezquino de lo primero. Por cierto, un aspecto tan feble no deja de guardar sentido en un libro que aborda el aspecto material de los libros, pero que en realidad utiliza eso como excusa para centrarse en un punto más relevante: la lectura y la escritura como instrumentos de transmisión y preservación de la cultura.

El libro se divide en dos partes. La primera y más extensa se llama «Grecia imagina el futuro» y aborda lo que Vallejo considera la primera globalización: el helenismo, es decir la difusión amplísima de la cultura griega a partir de las conquistas de Alejandro Magno, desde su Macedonia natal hasta la India y el norte de África. Tras la temprana muerte del conquistador, el primer Ptolomeo, ahora en el trono de Egipto, instala su corte en una ciudad nueva (Egipto no era ajeno al cambio de capitales) y emprende el sorprendente proyecto de la Biblioteca y el Museo. Es Alejandría; es el siglo III a.C.

El Museo no era lo que entenderíamos hoy (sobre cómo empezaron los museos a la manera en que hoy los entendemos también escribe Vallejo), sino una institución que daba albergue, protección y sustento a las mentes más brillantes de la época, a todas las cuales los Ptolomeos (el primero y sus sucesores en esa larga dinastía) convocaban y hacían venir desde distintos puntos del orbe (conocido). En el complejo del Museo, donde esas gentes doctas pensaban ergo existían, se situaba la Biblioteca, el primer esfuerzo desde el poder por compendiar el saber del mundo. Un esfuerzo que permitió la supervivencia hasta hoy de mucho de lo escrito desde tiempos remotos. Un esfuerzo que, por aquello de que saber es poder, estaba inocultablemente animado por una vocación imperialista y colonizadora.

Si bien ese es un momento clave, la exposición de Vallejo —rica en datos, anécdotas y curiosidades— abarca desde mucho antes hasta mucho después, tanto en relación con el libro, como en relación con la escritura y la lectura, fenómenos que lo anteceden y le dan sustento. Y abarca no solo en tiempo, sino también en espacio, pues no faltan las referencias, por ejemplo, a la oralidad en la América precolombina.

La segunda parte, más breve, se titula «Los caminos de Roma», y expone cómo se dio el proceso de continuidad cultural entre el mundo heleno y la civilización latina, cuando se registró la circunstancia atípica de que el conquistador rescatara adrede la cultura del conquistado, para lo cual el libro resultó un artefacto clave.

Pero, a decir verdad, aquí el ensayo a ratos se vuelve repetitivo en comparación con la primera parte, y el interés disminuye. Disminuye, pero no desaparece, pues, a fin de cuentas, lo que resulta notable de este libro no se sitúa precisamente en los datos o las referencias (históricos, literarios).

El estilo y el alcance

 Varios aspectos hacen de El infinito en un junco un libro notable. Aunque externo y posterior, está el hecho de que un ensayo sobre los libros se convirtiera en un éxito de ventas tras su aparición en 2019. Vamos, mejor, a lo intrínseco y anterior, que explica por qué este libro obtuvo el Premio Nacional de Ensayo que concede el Ministerio de Cultura y Deporte de España. Para tratar esto, avanzaré sobre tres consignas que, creo, emanan del libro:

1- Salir de la Academia. Irene Vallejo es doctora en Filología Clásica, y si bien ha escrito también ficción, su devenir profesional se circunscribe a lo que ya no llamamos «Museo», sino «Academia», y que hasta hace algún tiempo se refería simplemente como «Universidad».

Es la Academia, como en la Antigüedad lo fue el Museo, el ámbito de la creación del conocimiento, de su especialización y su universalidad. Tiene sus propios códigos, su propio lenguaje, sus consignas particulares y sus reglas específicas. Todo ello es compartido por quienes pertenecen a ella, que dialogan entre sí, compartiendo y conformando un claustro, en una práctica que de cierto modo los aísla de lo que podemos llamar «la calle». O mejor no seamos tacaños con la mayúscula y pongámosle la Calle, para que no parezca que la desmerecemos.

Debe resultar gratificante, por supuesto, dialogar siempre con quienes hablan, digamos, el mismo idioma. Pero resulta que quienes hablan ese idioma son pocos, poquísimos en términos demográficos. Y he aquí, en cambio, que Irene Vallejo ha escrito un ensayo que, sin renunciar a los saberes académicos y, por el contrario, poniéndolos por delante, lo hace de un modo que resulta legible para el lector común, o sea, el de la Calle. No es la primera y tampoco será la última en hacerlo, pero hay algo más.

Foto: James Rajotte de La Nueva Prensa

2- Viajar a lo interior. Resulta esencial en relación con El infinito en un junco el hecho de que se trata de un libro motivado por el amor, el amor a los libros. Ese punto de partida emotivo le permite a la autora trasladarse constantemente desde lo puramente documental, hacia lo sentimental de su experiencia con los libros, no solo como investigadora, sino, sobre todo, como simple lectora.

Tal característica le da a lo que leemos un sentido que resulta conmovedor. Y es así por la fragilidad que expone, una que, por la misma o distintas causas, compartimos todos. Entonces, si bien desde un inicio entendemos que la autora nos ha situado en ese código personal, íntimo, comprendemos finalmente que todos los datos, anécdotas y curiosidades que nos regala, no son lo central, sino que el libro entero recoge una exploración interior sobre esa relación que le ha sido fundamental, vital, imprescindible, con los libros. Los libros no han sido para ella únicamente eso que ahora genéricamente llamamos «entretenimiento», con su alegría y su disfrute, sino que han representado, como quizás para muchos de los que nos apasionamos por ellos, un refugio y un consuelo.

Todo esto que ha logrado Vallejo quizás sea lo único que resulte verdaderamente relevante en cuanto al conocimiento como producto académico: en qué medida nos permite iluminar el espacio interior, descubrir quiénes somos y por qué.

 3-Imprimir una dimensión política. Además de esa dimensión íntima, en El infinito en un junco, Irene Vallejo aborda el aspecto político del conocimiento y el viaje que inevitablemente realiza a bordo de la escritura y la lectura. La transmisión y la difusión de la cultura son, en efecto, hechos políticos en tanto definen o transforman identidades; señalan igualdades y diferencias; deciden renuncias o suscripciones; determinan comportamientos; instruyen en valores y creencias; establecen comunidades. Y el libro, como artefacto, ha sido clave en eso.

No son pocas las veces en que la autora señala los factores que lo han puesto en peligro, desde las amenazas a su fragilidad material (el fuego, el agua, el hongo, la polilla) hasta, más interesante, los actos humanos, desde la guerra hasta el autoritarismo (al que nunca le conviene la diversidad de las ideas, una característica propia de los libros y que talvez sea el centro de, digamos, su sistema inmune, su capacidad de adaptación). Especula sobre cuánto se hubiera perdido en ciertos casos, lamenta lo que desapareció, celebra lo que se conserva. Occidente no sería lo que es —y ella misma tampoco— sin ciertos libros, sin el libro a secas.

Deja de lado lo que comenté más arriba: que esa primera recolección de libros emprendida por los Ptolomeos en la Biblioteca de Alejandría, con todo lo admirable —y aliviante— que pueda resultar para quienes amamos los libros (y el conocimiento), surgió, aunque ella no lo señale puntualmente, como parte intrínseca de un proyecto imperialista y colonizador. Un proyecto que, como todos los de ese tipo, tuvo un auge y una caída tras la cual quienes salieron perdiendo no fueron otros que los colonizados.

Es inevitable, talvez, que una ciudadana europea, y española en particular, sustente esta perspectiva sobre el libro, y casi solo vea entre las páginas un cúmulo de bondades. Pero…

La ambigüedad del libro

 Vayamos a la cara oculta del libro, desde esta latitud y esta longitud del orbe, tan ampliamente andina pero urbanamente occidentalizada. Acá, por supuesto, tenemos que situarnos fuera del rango temporal de estudio planteado por Irene Vallejo en El infinito en un junco.

No es raro que quienes han accedido a la educación y tenido, desde temprano en sus vidas, contacto cercano con los libros lamenten —se quejen de— que en el Perú se lea poco. En efecto, según el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc), los peruanos y peruanas leemos, en promedio, un (01) libro al año; a veces dos (02).

Se trata de una cifra que solo podemos calificar como ínfima, incluso considerando que los países hispanoamericanos donde más se lee son Argentina y Chile, con cinco (05) libros al año por persona, y más si sabemos que en los países donde más se lee (Francia, Canadá) se alcanza los diecisiete (17).

Podemos ensayar algunas explicaciones para tan desalentadora situación.

1.Una primera mala impresión. La relación con el libro en el Perú empezó torcida, allá en Cajamarca, 1532, cuando el cura le acercó el libro (o sea la Biblia) al inca y este le pegó un manotazo. Y si bien el conquistador (genéricamente hablando) quiso que viéramos en ello la expresión de un rechazo imperdonable a la palabra escrita y, más, a la verdad divina, ¿qué quedó fijado en el imaginario de las masas andinas que a continuación fueron sometidas y diezmadas? Lógicamente, que no se podía confiar en el libro, tal como Atahualpa entrevió.

2.La extirpación de idolatrías. Pero digamos que aquella primera mala impresión pudo corregirse. No ocurrió así. La imprenta llegó al Perú bastante tempranamente, en 1581, gracias al italiano Antonio Ricardo (o Ricciardi). Su emprendimiento, sin embargo, fue primero confiscado para, a continuación, quedar bajo la tutela de la Iglesia. Con todo, la Iglesia, en su plan de adoctrinamiento, es decir, de control sobre las ideas y creencias, se empeñó en aprender las lenguas originarias y de hecho imprimió pronto libros en tres lenguas: español, quechua y aimara. Pero la Iglesia no fue, a la larga, y pese a que el Perú se transformó en un país increíblemente devoto, una buena mediadora entre el ciudadano común y el poder. En el Perú, como en el resto de América Latina, promovió, en cambio, un sistema educativo elitista, como aquel que le había permitido dominar la Edad Media europea, y que acá le alcanzó para alfabetizar, como máximo, a los herederos privilegiados del Tawantinsuyo (los curacas, la antigua nobleza inca), no a las mayorías. Sobre el nefasto papel de la Iglesia como actor social y político, Clorinda Matto escribió Aves sin nido, aunque ya ambientada en tiempos republicanos, donde los curas, representantes de la cultura letrada y cómodos continuadores del orden colonial, se aprovechan de quienes no cuentan con las herramientas de la lectura y la escritura. Si la Iglesia estuvo históricamente a cargo de la educación en América Latina (algo que ha cambiado solo recientemente), la constatación de que habitamos en un continente que lee poco debería decirnos algo.

3.La persistencia de una cultura ágrafa. La realidad histórica de la letra como posesión de grupos privilegiados no es exclusiva del Perú, y se ha registrado en prácticamente todo el mundo, con excepciones escasas. El reconocimiento del derecho universal a una educación, fuente de la alfabetización, es una cuestión en extremo reciente. Y en el caso del Perú, esa intención colisiona con el hecho de que la nuestra, la ancestral, es una cultura ágrafa. Ninguna lengua del territorio andino tuvo escritura propiamente dicha, aunque utilizaron códigos distintos para transmitir aquello que era relevante para sus gobiernos y sus gobernados. Esa condición, que a veces creemos lejana, se expresa aún ahora y en nuestro día a día.

4.La leguleyada republicana. Establecido el orden republicano, nada cambió, o lo hizo poco e insuficiente. El apropiamiento criollo del estado independiente replicó el orden colonial. La letra impresa ya no fue vehículo solo de extirpación de idolatrías, sino de despojo, de expoliación, de expropiación. Ciro Alegría grafica bien en El mundo es ancho y ajeno cómo tinterillos, jueces, leguleyos en general se aprovechan de los comuneros de Rumi para arrebatarles sus tierras empapelándolos con legajos y documentos que no entienden. Y de muchos y penosos modos, tal circunstancia continúa replicándose.

5.El asunto de la lengua. Esto es quizás lo más grave, y aún más persistente. Como puse antes, nuestras lenguas originarias se hicieron escritas poco después de la conquista española. Sin embargo, esos esfuerzos quedaron postergados bajo el proyecto criollo republicano. Hasta hace muy poco, ni siquiera había acuerdos mínimos respecto de la ortografía a aplicarse para el quechua (menos para otras lenguas). Dar continuidad a una educación bilingüe (no se puede aspirar, parece, a que sea íntegramente en lengua originaria) impartida en zonas donde se habla quechua u otras lenguas, así como impulsar la producción de libros en lenguas originarias son actualmente esfuerzos del Estado que encuentran escollos y amenazas permanentes en razón de las oscilaciones políticas (más bien politiqueras) de los gobiernos.

La mirada adelante y atrás

Entonces, resulta interesante constatar leyendo El infinito en un junco cómo la perspectiva sobre el libro, la lectura y la escritura, la cultura y el conocimiento, puede variar según el lugar donde te encuentres o la experiencia colectiva que traes desde atrás. Para Europa, el libro ha sido el instrumento de sus triunfos y, sin duda, de sus ganancias; para América, el de varias derrotas o al menos de muchas pérdidas. Tiene el Perú, por ello, una relación conflictiva con el libro. Por un lado, se lo reconoce como artefacto de valor y portador de saberes, pero, por otro lado, también es visto como objeto de desconfianza y de sospecha, aliado de esa «ciudad letrada» que describió Ángel Rama, replicadora de un sistema de privilegios. Dado ese estado de cosas, un ensayo como el de Irene Vallejo puede motivar a emprender seriamente el desafío de (sub)sanar de manera definitiva nuestra relación con ese dispositivo sorprendente que continúa siendo el libro.

El infinito en un junco incluye también, por cierto, notas con las referencias concernientes a cada capítulo, una amplia bibliografía y un siempre útil índice onomástico.

Como curiosidad final diré que, en este libro, repleto de comentarios sobre libros y autores de todos los tiempos, se menciona solo a dos peruanos. Lean para saber quiénes son.

Irene Vallejo (2019). El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Lima: Debolsillo, 2021. 456 pp.

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Editora peruana. En el Perú ha editado a escritores como Ryonosuke Akutagawa, Henry James o Franz Kafka; y a escritores peruanos como César Vallejo, Ciro Alegría, Luis Loayza, José Diez Canseco o Jorge Eduardo Eielson, entre otros. Asimismo, ha trabajado en editoriales nacionales e internacionales y en distintos proyectos. Es, además, editora de Clorinda, sello dedicado exclusivamente a la novela.