Leonardo Padura, Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015, visitará el Perú durante la FIL Lima 2019. Es buena ocasión para revisar una de sus grandes novelas. Tras una trama política e histórica centrada en el asesinato de Trotski, camarada y luego enemigo de Stalin, este libro esconde también aspectos relacionados con la comunidad LGBTIQ en la isla de Cuba. Otros tiempos tan lejos, tan cerca. Como siempre, hay spoilers.
Por: Anahí Barrionuevo
Leo (o releo) El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura.
Las novelas extensas suelen ser cuesta arriba. Aunque esta no sea la más extensa entre las muy extensas que existen, las 768 páginas que alcanza en el ejemplar de bolsillo que tengo entre manos no son pocas. Como toda cumbre, una vez que llegas allí, o sea al final, amas el camino completo. No importa si hubo momentos que no te convencieron del todo. ¿Quién podría escribir centenares de páginas de parejo interés? Es imposible. Pero centenares de páginas que te impulsen, con sus altas (las más) y bajas (las menos), a seguir adelante, es un logro enorme. Y Padura lo consigue. Sobradamente.
El narrador de la novela es un escritor frustrado, que duda de su capacidad para sacar adelante lo que está escribiendo. Esto no es demasiado original, porque cientos (si no miles) de novelas van más o menos de lo mismo. Pero este es, además, un hombre aplastado por la Revolución, y específicamente por la Revolución Cubana, que no es cualquier revolución, ni la Revolución en sí. Puesto en la situación de contar la historia que tiene que contar, se pregunta “¿a quién carajo le importará lo que yo pueda decir en un libro?”. Y también “¿De dónde [saqué la idea de] que alguna vez, en otra vida lejana, había pretendido y creído ser escritor?”. Iván Cárdenas Maturell, que es como se llama el narrador, conmueve. Pero a mí, además, me desespera a ratos. Me desespera su autocompasión. ¿Es posible un hombre tan pusilánime, tan lleno de dudas, tan sin voluntad y, encima, tan procrastinante? Luego me digo que es fácil juzgarlo así. ¡Y muy injusto!
Después de contarnos su juventud llena de promesas, como un estudiante destacado, hasta que sus ideas disidentes (o consideradas disidentes) lo van arrinconando, bajo la amenaza o el chantaje de oscuros funcionarios, nos expone su presente, que no es otra cosa que un conjunto de precariedades. Y entonces se lo comprende un poco más. El tipo está destruido, lleva ruinas por dentro, que se reflejan en el estado igualmente ruinoso de las casas donde habita. Digamos que nada de lo que le prometieron se cumplió. Nada de lo que pudo ser fue. Entre el pasado remoto de la promesa y el presente de ruinas, está el intermedio, el proceso cuesta abajo que lo tiene como está, y que lo lleva a decir de sí mismo “más que un perdedor, yo era un derrotado”. Además de la marginación laboral (y creativa) a que lo condujeron sus ideas, Iván Cárdenas ha tenido una vida familiar igualmente ingrata, signada por una circunstancia que resultó clave, entre otras, para el hundimiento de su destino: la homosexualidad de William, su único hermano.
Es interesante la manera como retrata Padura este hecho. Sobre la homosexualidad de William, siete años menor que él, el narrador dice “siempre había sido, para mí y para mis padres, una realidad que lo mismo combatíamos que nos negábamos a ver y, por supuesto, algo de lo que nunca se hablaba en la casa”. Esta, por lo visto, la del polvo bajo la alfombra, era (o es) una manera familiar de operar bastante universal. William, el hermano, afeminado desde niño, fue llevado al psicólogo con la esperanza de que resultara “curado”, incluso mediante un tratamiento hormonal. Lógicamente, el asunto no funciona. ¿No es terrible la similitud con lo que aún hoy ocurre, al menos en tierras peruanas? Porque, no nos engañemos: queda claro que mucho se ha avanzado, con, por ejemplo, una Marcha del Orgullo Gay de dimensiones impensables hasta hace, digamos, tres años; sin embargo, eso convive aquí con el combate paleolítico y leguleyo contra el enfoque de género, con las bromas desatinadas en la televisión y en la radio, con la ridiculización en las escuelas, y sí, aun con “terapias correctivas”. Bueno, en ciertos terrenos, el Perú de casi 2020 no es muy distinto de la Cuba de la década de 1960.
La cosa no queda allí. El narrador cuenta que luego esa homosexualidad “se convertiría en una verdadera pesadilla que terminaría por envolvernos a todos”. Y la pesadilla se inicia en 1977, cuando William cursa su segundo año de Medicina y queda al descubierto la relación que mantiene con un profesor de Anatomía. No carece de humor que se trate de Anatomía, pero, en contraste, todo lo demás es trágico. Una vez que el Partido (con mayúscula) se entera de la situación, somete a los amantes a una comisión disciplinaria que los condena a la nada. Literal: ni el profesor puede ejercer, ni William seguir estudiando Medicina. El narrador casi no menciona el nombre del profesor (y cuando lo hace es dando cuenta de un parte policial), y eso implica un distanciamiento enorme con el que, sin papeles de por medio, vendría a ser su cuñado. Y ciertamente es poca la compasión que, en principio, expresa con dos personas que, ante la amenaza, han debido incluso negar su vínculo, que es solo una forma de negarse a sí mismos. Una situación atroz, quizás una cobardía, ¿pero cómo pedirles otra cosa cuando se trata de enfrentar al Partido, que es algo así como la instancia oficial de las buenas conciencias?
La reacción de los padres no es mejor: la vergüenza. Y algo, si cabe, aun peor: la expulsión de William de su hogar. La lucha posterior de William por reivindicar sus derechos, transforma la lástima de su hermano (el narrador) en admiración. Tengo la impresión de que no termina de masticar la relación entre exalumno y exprofesor, pero al menos respeta su posición combativa, su capacidad de responder frente a un sistema aplastante, algo que él mismo no ha tenido.
Admiración, sin embargo, no es acción. Tras casi dos años de apelaciones y reclamos, William y su amante deciden lo que también decidió en la vida real el extraordinario escritor Reinaldo Arenas, como relata en su libro Antes que anochezca (que también recomiendo): largarse de la isla. A como dé lugar. Tal vez sea un homenaje a la dramática aventura del exilio de Arenas lo que hace Padura, aunque sitúe los hechos en 1978 y no en 1980. Pero en ambos casos, el resultado es el sufrimiento y la muerte. Si bien Arenas logró vivir en la Costa Este de los Estados Unidos, la esperanza de William y su amante dura mucho menos: no alcanzan ninguna orilla, se pierden en el mar para siempre.
Ante este desenlace, el narrador dice “Mi casa olía a tumba y a culpa”. Culpa, indica, por “haberlo dejado solo en ese combate desproporcionado”. Y acá cabe preguntarse si acaso serían posibles las reivindicaciones alcanzadas en tantos lugares por la comunidad LGBTQI sin el compromiso y la acción solidaria de quienes no forman parte de ella. Difícil de imaginar. Y luego sigue Iván Cárdenas: “tuve ante mí las dimensiones reales de mi soledad y una muestra de cómo las decisiones de la Historia pueden meterse por las ventanas de unas vidas y devastarlas desde dentro”.
El hombre que amaba a los perros no es solo esto, aunque esto no sea poco. Señalaría cuatro grandes líneas argumentales entretejidas en la novela: 1. La vida personal de Iván Cárdenas, que incluye aquello de su hermano, sus matrimonios, sus mudanzas, sus oficios, sus caídas y sus amistades literarias, que forma un arco que concluye en 2004. 2. La relación entre Iván Cárdenas y Jaime López, el misterioso extranjero cuya figura (como también la del propio Cárdenas, veterinario autodidacta; y la de Trotski) da título al libro, poseedor de dos galgos rusos (dos borzois), y la historia que le cuenta y los textos que le deja, que luego sirven como base para el relato de Cárdenas. Todo esto compone un arco que va de 1977 a 1996, casi veinte años. 3. El largo peregrinaje de Liev Davídovich Trotski, desde el 20 de enero de 1929, cuando se pone en marcha su expulsión de la Unión Soviética por su definitiva enemistad con Stalin, hasta su muerte, ocurrida en México el 21 de agosto de 1940. Esto incluye su pasado revolucionario y personal, su vida familiar, y por supuesto, su acción política. 4. La vida de Ramón Mercader, asesino de Trotski, desde su niñez, en 1920, hasta su vida en la Unión Soviética, hacia 1968. Lo fundamental en esto es el largo y rocambolesco trayecto de su conspiración para matar a Trotski, desde que la acepta, hacia 1936, hasta que la cumple.
Cada una de estas líneas se multiplica, y entre ellas se entrecruzan, componiendo una arquitectura de enorme complejidad que, al mismo tiempo, resulta sencilla de leer y que, por esa singular mezcla, una vez concluida, casi provoca levantarse y aplaudir.
De manera que no hay que engañarse por las sencillas tres partes que componen la estructura capitular. Las dos primeras encuentran su frontera en el relato, por un lado, de la llegada de Trotski a México y, por otro, en la muerte de William Cárdenas. La tercera, muchísimo más breve, se inicia tras la muerte de Trotski. Decía que provoca levantarse y aplaudir porque, más allá de las anécdotas, las fechas, los personajes; más allá de los giros intermedios y finales que no comentaré; más allá de que algunos de los episodios históricos que relata sean conocidos; más allá de la presencia siempre atractiva de innumerables personajes reales de la política y la cultura; e incluso más allá del lenguaje, subyace en este libro una visión cuestionadora —y ciertamente desencantada pero justa— de una de las grandes promesas (o utopías) de la Historia en el siglo XX, que fue el proyecto revolucionario y comunista de la Unión Soviética, y por supuesto, de la Revolución Cubana, en tanto satélite. Hacer esto escribiendo desde la isla, como lo ha hecho Padura, no es poco.
Por último, la edición incluye al final una “Nota muy agradecida”, en la que Padura cuenta algo sobre la historia de la novela y que, seguramente consciente de que había tramado un novelón, quiso añadir ya en 2009, fecha en que se publicó por primera vez este libro.
Sobre la edición, buena. Siempre es cómodo leer en el formato de bolsillo, y en este caso no molesta, porque es liviana (con papel ecológico, dice) y la letra es de tamaño aceptable. Habiéndola leído por primera vez en formato trade, y ahora en este otro formato más pequeño (que conserva en la carátula la foto de Trotski con sus perros en Francia, 1933), diría que fue casi lo mismo. En cualquier caso, recomiendo leerla. Lectora/lector, nunca se arrepentirá.
Padura, Leonardo (2009). El hombre que amaba a los perros. Barcelona: Maxi, 2017. 768 pp.