Una lectura de Carol

Apenas es el mes de Halloween, pero nos adelantamos a hablar de Navidad. Al menos esa época del año es el marco para los acontecimientos de esta novela de Patricia Highsmith, publicada en 1952 con otro título y bajo seudónimo. No es un desfase gratuito, amable lector/a, porque, leído aquí y ahora, este libro de temática LGBTIQ habla de dos posibilidades: de mirar siempre hacia el futuro o de quedarse siempre en el pasado. La edición que comento es de interés justamente ahora que se hace urgente la aprobación de una nueva Ley del Libro. Alerta: hay spoilers. Fotos: Internet

Por: Anahí Barrionuevo

Leo Carol, de Patricia Highsmith. O El precio de la sal, como se llamó originalmente.

No tienes que buscar un libro para que llegue a ti, y así me ocurrió con este. Lo encontré en la casa de una tía donde me hospedaba durante un viaje, y de inmediato lo hice mío (aclaro que dejé a cambio otro, a manera de intercambio). Abandoné lo que tenía planeado leer y más bien me dediqué a Carol. Acababa de estrenarse en el mundo (y yo de ver) la película que se basa en esta novela, protagonizada por Cate Blanchett y Rooney Mara, y dirigida por Todd Haynes (el mismo de Far from heaven y otras).

Todo en Carol nos habla del futuro. O más precisamente: leída hoy en el Perú, todo en Carol nos habla del futuro o lo que a cada momento fue el futuro; incluso de lo que es el futuro hoy. Como es la otra cara de la moneda, también habla del pasado.

Rebobinemos primero.

La edición corresponde al número 11 de la colección Grandes Éxitos / Grandes Escritoras que publicó Salvat en Barcelona a mediados de los noventa, de la cual no recuerdo haber visto ejemplares en Lima. Una colección con nada menos que 75 títulos escritos por mujeres, y que incluía varias cesiones de otras casas editoriales (como, en este caso, de Anagrama). Es decir, se trató de un proyecto colaborativo. Hay que anotar dos cosas. Primero, es probable que en ese momento ninguna editorial contara con 75 escritoras en su catálogo; hoy tal vez ocurra con alguna. Y segundo, hubo la intención de llegar a un público amplio, porque las colecciones, que se distribuyen generalmente en kioskos, suelen tener un precio bajo, o al menos relativamente bajo. Es un camino de dos vías: el canal de distribución favorece un tiraje más alto y el tiraje más alto permite un precio más bajo. ¿Pero qué hace posible esfuerzos editoriales tan grandes como fue este (lo colaborativo nunca es fácil)? Una sola cosa: condiciones legales favorables, y sobre todo estables, algo con lo que el libro no cuenta en el Perú desde hace rato. Al contrario, en el Perú, el libro sobrevive amenazado, como una especie amazónica en extinción: si no es la piratería (unas veces ilegal; otras, solo inmoral), entonces son impuestos que pretenden sofocar su legalidad y, en última instancia —y muchísimo más grave—, su libertad. Porque, para resumir, de no aprobarse la nueva Ley del Libro (el plazo vence este viernes 11 de octubre) bajo las condiciones en que fue propuesta por las instituciones que conocen bien la fragilidad del sector, lo único que podremos leer, o que podrá leer un público amplio, estimados/as lectores/as, será la revista Atalaya y otras variedades religiosas (que no pagan impuestos ni están amenazadas de tener que pagarlos). Nada bueno, si se entiende.

Pero no nos pongamos apocalípticos ni desintegrados y observemos lo estimulante: para los editores independientes, que suelen beneficiarse poco o nada de las exoneraciones tributarias, lo colaborativo es una alternativa que no se debe desdeñar, como tampoco se debe desdeñar los proyectos ambiciosos como son las colecciones. Todo esto, claro, si se aprueba la susodicha ley… Solo lo anoto como idea para el futuro, y para volver a Carol.

Para cuando se lanzó esta edición (la de Salvat), la novela ya tenía una historia, es decir un pasado. Y la edición es buena porque la recoge y la respeta, pues incluye al final un Epílogo fechado en octubre de 1983, y también un Prólogo, en realidad posterior, pues corresponde a mayo de 1989. Ambos fueron escritos por la autora. En esos textos, Patricia Highsmith nos cuenta por qué esta novela publicada por primera vez en 1952 bajo el título El precio de la sal, apareció firmada bajo el seudónimo de Claire Morgan. Según dice, por recomendación de sus editores: para no perjudicar su carrera como escritora de novela policíaca o negra. ¿En serio? Es una razón que no resulta demasiado convincente, toda vez que para ese momento Highsmith había publicado un solo libro: Extraños en un tren. Si sumamos el hecho de que El precio fue lanzada por una editorial distinta a la que había publicado Extraños, porque esta la rechazó, la explicación pierde aun más peso. ¿Hago bien en poner en cuestión lo declarado por la propia autora? No lo sé. Sin embargo, parece necesario considerar que para 1952 ni siquiera la lucha por los derechos civiles de la población afrodescendiente, con Malcolm X, Martin Luther King y otros, había llegado a sus puntos altos, y que habría que esperar a 1977 para que Harvey Milk lograra una posición de alcance apenas estatal en California.

Pero esta es la explicación que da Highsmith en 1989 (no la dio completa en 1983), cuando el libro se publicó por primera vez como Carol y bajo su verdadero nombre. Creo, o quiero creer, que la autora anotó esto por modestia. Porque su libro, a juzgar por las muchas cartas que recibió por parte de lectores agradecidos a inicio de los años cincuenta, debió resultar determinante para numerosas vidas. Determinante quiere decir aquí un consuelo, un alivio, una promesa. Y también porque, en 1953, cuando el libro tuvo su edición de bolsillo (señal de un mercado librero dinámico), se vendieron casi un millón de ejemplares. ¿Puede calibrarse la dimensión de esa cifra y en esa época? Para decirlo en simple: pocos libros en lengua española venden hoy tanto en un solo lanzamiento; en el Perú, ninguno (¡y somos 30 millones de habitantes!). Pero en el futuro quién sabe…

¿Qué hizo tan singular y querida a esta novela en los años cincuenta?

La propia Highsmith recoge lo que opinaron sus lectores/as, “la mayoría de ellos jóvenes y dolorosamente tímidos”: que “era el primer libro gay con un final feliz”. Acá vale la pena citar más extensamente a la autora, en el Epílogo: “La novela homosexual de entonces tendía a tener un final trágico. En general, solía tratar de hombres. Uno de los personajes principales, si no ambos, tenía que cortarse las venas o ahogarse voluntariamente en la piscina de alguna bonita mansión, o bien tenía que decirle adiós a su pareja porque había decidido elegir la vía recta”. ¿Suena familiar? ¿Suena real? ¿Suena contemporáneo? Quizás esto ya no tiene plena vigencia, pero la población LGBTIQ en el Perú, al menos, enfrenta amenazas no menores, como son los crímenes de odio, que nuestra legislación continúa negándose a incorporar. Y este es el punto en que vivimos en el pasado.

¿Cómo era ese “final feliz”? A decir verdad, no muy feliz.

Las protagonistas de la historia son Therese Belivet y Carol Aird. Sabemos de Therese, o Terry, que tiene entre diecinueve y veintiún años, que está empleada en los almacenes Frankenberg de Nueva York por la campaña de Navidad, que trabaja ahí porque no logra establecerse como escenógrafa (su verdadera vocación) y que tiene como pretendiente a Richard. Carol, treinta o treinta y dos años, tiene una hija y se está separando de Harge, un rico inversionista. Se conocen cuando Carol va a comprar una maleta para muñecas y una muñeca en los almacenes, donde Therese la atiende. La ternura con que Highsmith describe el flechazo de Therese debió resultar perturbadora en los años cincuenta. Como perturbador debió parecer su arrojo, indirectamente proporcional a su timidez, pues a continuación se atreve a escribirle una inopinada tarjeta navideña a su clienta. Cuando Carol la llama para agradecérsela, quedan en almorzar juntas y allí empieza su historia en común.

Quizás, digo, resultó tan perturbador el relato en su momento como hoy —tiempos de Grindr, Tinder y demás— puede parecer lo anotado por Highsmith en el Epílogo, en 1983: “Para algunos, enamorarse es algo anticuado, peligroso, incluso innecesario. El lema es: evitar las emociones fuertes. Jugar a todo, marcar tantos y disfrutar de la vida”. Igualmente, interesantes resultan las conversaciones entre las protagonistas acerca de cuáles son las razones íntimas para o las maneras adecuadas de enamorarse (“Ser incapaz de amar puede convertirse en una enfermedad, ¿no crees?”, le dice Carol a Therese en cierto momento).

Entonces, las cosas fluyen con naturalidad y transparencia entre ellas. Y aquí hay dos méritos grandes en la novela, que a la vez pueden ser grandes fantasías (no diría que flaquezas). 1. Que ambos personajes observan con naturalidad el enamorarse la una de la otra. Es decir, si bien son conscientes (ya veremos) de los inconvenientes sociales de este hecho, ninguna los toma como obstáculos insalvables y, en cambio, los confrontan. Pero más importante que eso es el hecho de que ninguna de ellas concibe sus emociones y sentimientos como formas monstruosas. No hay, en otras palabras, un cuestionamiento íntimo sobre la —vamos a llamarla así— “desviación del deseo”. Como digo, fluye y es natural, y en ese sentido, resulta genuino, pero no necesariamente real. 2. Que los personajes representan ámbitos sociales distintos y no marginales. Therese es una muchacha de la clase media trabajadora pero no obrera ni miserable, en tanto que Carol es una mujer rica, plenamente privilegiada. Esto es particularmente transgresor, puesto que, a diferencia del movimiento gay, cuya realidad y representación ha discurrido desde las clases “acomodadas” hacia las “populares”, el movimiento lésbico ha seguido —nuevamente en su realidad y en su representación— el camino contrario, emergiendo desde los sectores menos privilegiados hacia los sectores “altos”. Ambos asuntos, en su momento, solo pudieron ser una genialidad de Highsmith, aunque una genialidad que bordeaba peligrosamente la verosimilitud.

Pero si las cosas fluyen entre Carol y Therese, ¿cuáles son los obstáculos que afrontan ellas y que justifican el relato de su historia? Diría que dos: 1. El desafío vocacional para Therese, que, dada su juventud, busca abrirse paso porque no desea hundirse, digamos, en la monotonía de un oficio rutinario y anodino, un peligro que asecha, según observa con desagrado, a la gente como ella, de la clase trabajadora. No es fácil el desafío, porque necesita abrirse un espacio profesional y hacerlo en un mundo de hombres. 2. El desafío legal para Carol, que, dado que tiene una hija, debe pelear por su tenencia, su custodia y su potestad. Los privilegios de Carol en parte están bien asentados sobre una vida previsible: “Por lo menos, tú no vas a cometer el mismo error que yo”, le dice a Therese, “Casarme porque eso era lo que hacía la gente que yo conocía al cumplir los veinte años”. O luego, sobre su relación con Harge, graficando bien la posición decorativa de las mujeres incluso en los sectores privilegiados: “Creo que me eligió como se elige una alfombra para el salón”. En ese contexto, ser lesbiana y madre no puede ser peor combinación, y da lugar a un diálogo triste. “¿Pero hay algo de que avergonzarse?”, le pregunta Therese. “Sí. Tú lo sabes, ¿no?”, le contesta Carol. Y sigue: “A ojos del mundo es algo abominable”. El asunto es que Carol pierde en toda regla, tras demostrarse legalmente que ha mantenido una relación lésbica (con episodios de cartas y detectives muy propios de Highsmith). Eso, en ese momento, resulta motivo suficiente para que pierda no solo la custodia y la tenencia de su hija, sino incluso para que le quede casi prohibido verla. ¿Puede esto formar parte de un “final feliz”? En el Perú, este mismo riesgo (y otros incluso peores) corrían las lesbianas hasta al menos 2005, cuando la categoría de “no discriminación por orientación sexual” se incorporó por primera vez en el Código Procesal Penal. En adelante esa consideración ha entrado y salido de códigos y otros documentos a gusto y antojo de una perversa mayoría congresal, y haríamos mal creyendo que esa y la de “no discriminación por identidad de género” son derechos civiles plenamente reconocidos en nuestro país. En esto, estamos en el pasado, porque hace más de sesenta años, Highsmith abordaba este asunto para denunciarlo. Y entonces volvamos a Carol…

Lo que podríamos llamar “feliz” en esta novela radica en que, pese a este enorme revés, Carol no renuncia a Therese, y a diferencia de la historia que tuvo con otra mujer en el pasado, esta vez quiere arriesgar con ella. En cambio, dolida por cierto alejamiento de Carol, Therese duda, hasta que… Bueno, léanla.

Patricia Highsmith (1952, 1984, 1990). Carol. Colección Grandes Éxitos / Grandes Escritoras. Barcelona: Salvat, 1994. 258 pp. Título original: The price of salt. Traducción de Isabel Núñez y José Aguirre (1986, cedida por Anagrama).

 

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Editora peruana. En el Perú ha editado a escritores como Ryonosuke Akutagawa, Henry James o Franz Kafka; y a escritores peruanos como César Vallejo, Ciro Alegría, Luis Loayza, José Diez Canseco o Jorge Eduardo Eielson, entre otros. Asimismo, ha trabajado en editoriales nacionales e internacionales y en distintos proyectos. Es, además, editora de Clorinda, sello dedicado exclusivamente a la novela.