Las novelas sobre nadadores no son tan frecuentes como las que tratan actualmente –que incluso empiezan a agobiarnos como lectores– sobre el cáncer o el alzheimer y/o las relaciones afectivas entre parientes. De las primeras me vienen a la mente: El Nadador de Gonzalo Contreras (Santiago de Chile, 1958); La soledad del nadador de Abelardo Sánchez León (Lima, 1947) y El cuerpo de las nadadoras de Pedro Ugarte (Bilbao, 1963).
Por: Carmen Ollé
A la ficción relacionada con deportistas la caracterizan singulares detalles. Por ejemplo, Gonzalo Contreras narra la rutina de un físico de 50 años que acude a la piscina de un club, y es allí donde empiezan a atormentarlo escenas del pasado. En La soledad del nadador, de Sánchez León, el protagonista es un adulto mayor que carga una pesada mochila: haber formado parte del equipo peruano que fue a las Olimpíadas de Berlín en 1936, pero sin llegar a participar. En estas dos historias percibimos pesadumbre y frustración.
Agua de Lucero de Vivanco nace en este marco literario. Escrita con mano firme y segura, en ella la protagonista no es un varón, sino una niña de apenas ocho años. La novela de Vivanco guarda un parentesco con Los cuerpos de las nadadoras de Pedro Ugarte –finalista del Premio Herralde–, no solo por la estructura de la obra, engarzada sobre la base de una suerte de viñetas o relatos breves, con un personaje principal que les confiere unidad, sino porque en las dos hay un amago de humor que no llega a plasmarse como tal por estar teñido de abatimiento y desazón. Asimismo, tanto Agua como El cuerpo de las nadadoras repasan momentos de la vida de sus personajes principales desde la infancia hasta la adultez o la mayoría de edad.
Agua pone en evidencia el cuerpo en crecimiento de una niña a quien el padre dominante obliga a entrenar diariamente, sacrificio que recuerda a cierto tipo de progenitores que proyectan el éxito que no alcanzaron en sus descendientes. Recuerdo a dos padres espantosos en ese sentido: el del compositor vienés J.A. Mozart y el del escritor ruso Antón Chéjov.
En Agua, el sacrificio de la niña supone la renuncia de la vida infantil hecha de juegos y ocio, con el fin de alcanzar el campeonato en natación de alto rendimiento; este llega a los 15 años, aunque es efímero y tiene consecuencias amargas en su formación sentimental.
Conforme la protagonista va insertándose en el mundo cotidiano, lejos del agua ya mansa, ya brava de las piscinas, su relación con los demás se torna problemática: peor con el padre exigente, aunque también con la madre esquiva, poco comunicativa. La distancia que la separa de su madre se hace notoria en el trato diario con sus compañeras de natación, a estas sus mamás las alientan y son merecedoras de su confianza.
Entonces aparece la ironía arrasadora en la novela, pues lo dicho por sus compañeras de natación la trasportan a la familia Ingalls –serie sobre una familia modélica de televisión estadounidense trasmitida en la década de los años setenta–, que está muy lejos de parecerse a la suya. Por otro lado, su manera de nombrar a los personajes secundarios también trae cola; al inicio parece un recurso lúdico, ya que aluden a los disfraces de carnaval de sus hermanos mayores: la gitana, la tarzana, la tirolesa, el capitán del barco, la pirata, el campesino, la mariposa, aunque terminan siendo una especie de premonición dramática en sus vidas futuras.
“Línea negra” es un texto breve que considero uno de los más poéticos, en el que la cándida infanta empieza a ver el cambio físico en sus zonas erógenas: ello con mención a deliciosos aromas a plantas en el agua, a talco de lavanda, el slam, el juego del cuaderno prohibido. Una fiesta: el deseo que surge al ritmo musical de Hey Jude de The beatles con la pareja de baile, y un par de frases memorables que cierran esta adorable viñeta: “Su aliento me hace presentir la espuma del mar. Mi cuerpo húmedo, mis pulsaciones altas”.