El filósofo y autor de “Una esquirla basta”, libro con el cual el Grupo Editorial Estación La Cultura inauguró su sello de poesía Piedralada, nos brinda algunos alcances sobre su título de poesía
El título “Una esquirla basta” (Piedralada, 2020), ópera prima del filósofo Rodrigo Luque, habla de la pérdida, el duelo. A través de su poética, el autor nos confronta con la partida física de un ser que amamos. De esos momentos difíciles de lidiar con lo que tanto nos espanta: la muerte. “En este libro la perspectiva trágica predomina, pero intento también dejar huellas de los otros aspectos más luminosos. Por eso el primer verso del libro dice: “Todo inicia con la luz”. La justificación para lidiar con lo trágico en el arte es que, aunque se lidia con temáticas oscuras, el objetivo final siempre es la ascensión y la iluminación”, reflexiona el autor, quien en la presente entrevista nos ahonda más sobre el contenido de su poemario.
-Hola Rodrigo. Gracias por acceder a mi petición de entrevista. Empiezo. Una esquirla no basta para encontrar sosiego ante la pérdida, menos la de una madre, ¿no?
-Hola Rosana, muchas gracias a ti por la entrevista. Es una buena pregunta. ¿Una esquirla basta para qué? La esquirla es un pequeño fragmento o astilla que se desprende cuando un objeto se rompe. Cuando un jarrón cae al suelo y se parte, saltan esquirlas por todos lados. Es consecuencia pues de una perdida violenta. La esquirla no basta jamás para subsanar el objeto perdido. Sin embargo, queda ahí como una seña, como una prueba palpable de que hubo algo valioso antes de su existencia fragmentaria.
Lo mismo sucede con la muerte. La muerte es la perdida, la ruptura, y como tal, es irreparable. Lo que uno busca tras esa pérdida no es sosiego, sino algún tipo de redención, alguna palabra que parezca revestir a la tragedia con dignidad y elevación. La idea es tornar la tragedia en algo más humano, aunque no menos doloroso, y así honrar a la persona perdida. Yo busqué honrar a mi madre a través de la poesía, pues las esquirlas que saltaron tras su partida fueron versos. Una esquirla debería bastar para retratar la muerte como algo más digno que una mera transformación material u orgánica, para hacerle justicia a nuestra condición humana. Si un solo verso – o una sola esquirla – consigue ese efecto, bastaría para justificar el esfuerzo.
– Desde distintas miradas, la madre juega un papel fundamental en la literatura. En la narrativa como en la poética. ¿Qué implicó comprometer la imagen de tu mamá en tu libro de poesía?
-La figura de la madre es esencial como dices, desde Gaia cómo símbolo de la tierra hasta representaciones más personales. Comprometer la imagen de mi madre en el libro significó moverme entre lo simbólico y lo personal. Creo que es una negociación que hacemos con nuestra propia identidad como escritores también. Por un lado, soy un individuo particular, pero, por otro lado, pretendo tocar fibras que son humanas en el sentido más general. Entonces, el libro es sobre mi madre en su sentido más individual, pero también sobre la figura materna.
Por ejemplo, el segundo poema del libro, “Sangre mía que es tuya y de la tierra”, tiene elementos simbólicos tanto como personales. El poema comienza sugiriendo que el afecto materno es tan insondable que una madre sería capaz de resucitar para limpiar la nariz sangrante de su hijo. Esa imagen es un símbolo y pretende conectar con el colectivo. Por otro lado, hay imágenes en el poema que son sumamente personales y específicas, como un pañuelo que pertenecía a mi madre y que perdí en un descuido. Entonces, comprometer a mi madre en el libro requirió retratar su personalidad humana, pero también su poder de símbolo sagrado.
-El proceso creativo de “Una esquirla basta” significó zanjar conflictos, diálogos truncos, afecto no asumido en su momento…
-Efectivamente. En mi caso, y creo que esto es común, una de las cosas más duras del duelo es la sensación de que no se dijo todo lo que debía decirse. Es natural que haya algunos conflictos con los seres que amamos. Esos conflictos suelen ser epidérmicos; no afectan las raíces de amor y de admiración que sentimos. Sin embargo, a menudo vivimos enfrascados en la inmediatez y esos conflictos fingen importancia. Luego dejamos que calen, y aunque el tiempo los diluya, nunca los subsanamos por completo. ¿Cómo se subsanarían? Pues a través de la palabra. Bastaría con decirle a alguien cuanto lo amamos, y cuan insignificante es cualquier conflicto o distanciamiento pasado. No hace falta más para subsanar cualquier resquebrajamiento en la relación. Cuando alguien fallece de manera inesperada, queda la angustia de no haber dicho suficiente.
-Desde el tema de la pérdida. ¿Cuál es tu percepción de la muerte?
-Tu pregunta me revela una vez más un hecho que nunca deja de sorprenderme: que poco pienso (o pensamos) en la muerte. Este hecho me sorprendió violentamente con el duelo. Yo estudio filosofía y a menudo lidiamos en clase o en lecturas con el tema de la muerte, pero es todo epidérmico. Pensar en la muerte de verdad es sentarse a solas, en silencio, y confrontar el hecho cara a cara: moriremos. Hacemos esto muy poco, a pesar de que es el hecho esencial de nuestra existencia. Si la palabra ‘destino’ tiene algún valor, no es nada más ni nada menos que la muerte.
A la vez, lo que hay tras la muerte es exactamente lo mismo que hubo antes del nacimiento. Llamémoslo como queramos – la nada, el misterio, la eternidad – aquella incógnita es al fin y al cabo nuestra residencia permanente y esta existencia individual es un paréntesis. Confrontar este hecho nos puede dar vértigo, pero creo que a la vez nos libera y hace nuestra existencia un poco más ligera.
-De nuestra lectura total de los poemas percibimos que el tema de la desolación por una u otra razón está a lo largo del mismo. No en su totalidad, pero sí en todo nuestro recorrido. ¿Me equivoco?
-Sí, la desolación está presente a lo largo del libro, y no solo a causa del duelo. La desolación proviene de una perspectiva trágica de la vida. Esa perspectiva se desencadena desde el duelo, pero se alimenta también de lo que uno lee y lo que uno se deja sentir. No tengo una perspectiva trágica generalmente, pero reconozco que es una arista importante de la vida. También reconozco que otras aristas importantes de la vida son la ligereza, el alborozo, la plenitud. En este libro la perspectiva trágica predomina, pero intento también dejar huellas de los otros aspectos más luminosos. Por eso el primer verso del libro dice: “Todo inicia con la luz”. La justificación para lidiar con lo trágico en el arte es que, aunque se lidia con temáticas oscuras, el objetivo final siempre es la ascensión y la iluminación.
-Asimismo, observo, siento que de manera sutil retas a la muerte…
-Sin duda. Un mito griego que me interesa mucho es el del rey Sísifo, que consiguió engañar a la muerte muchas veces. Cuando al fin murió en su vejez, los dioses le dieron un castigo atroz. Esa ‘hubris’ o arrogancia suprema de retar a la muerte es al fin y al cabo un acto desesperadamente humano. Si uno se aferra, recibe el castigo de cargar infinitamente con un esfuerzo vano. Aun así, ese esfuerzo tiene algo de glorioso y de heroico porque hace de espejo a nuestra actitud habitual ante la vida. Esa actitud es una repleta de esfuerzos vanos, pero a menudo extraordinarios y nobles. En el libro, reto a la muerte, pero a veces también me retracto y apelo a la humildad. Esto es porque yo mismo me mezo, día a día, entre la más terca inmadurez y la intención de ser un poco más sabio. Creo que muchos vivimos en ese vaivén, y tal vez sea bueno, pues la gente que parece poseer una sabiduría total suelen ser impostores ante ellos mismos.
-Finalmente. En un poema aduces a Renoir. Sus pinturas convergen con la imagen de tu mamá. Háblanos sobre este tejido poético.
-Esa mención se debe a una anécdota concreta. No le tenía ningún aprecio especial a Renoir ni a los impresionistas. Me interesaban, pero no eran mis pintores preferidos. Luego, al día siguiente de la partida de mi madre, vi por casualidad una postal con una pintura de Renoir, y nunca me había impactado tanto el arte. Mi estado era tal que todo me afectaba con intensidad multiplicada y mi percepción era más aguda. Las cosas me generaban más tristeza, pero también la vida me parecía infinitamente hermosa. Tenía la sensación de ser un personaje en una obra de arte.
Normalmente uno va al museo con una cierta intención de sentir algo, de entender algo. Esta postal de Renoir, por el contrario, la cogí con completa desidia; no tenía ninguna intención de aprender nada en esa circunstancia. Sin embargo, la pintura me embargó y me saltaron a la vista todos sus atributos. Las pinceladas, el impasto, la textura suave de los cuerpos, la sensación de movimiento en todo el cuadro. Parecía que la pintura palpitase. En ese momento me di cuenta de que cuando uno está consciente de la muerte, su relación con el arte es más profunda y humana. Deja de ser la relación fría entre un consumidor y una obra para volverse la conexión entre dos entidades vivas.