Nuestra columnista Gabriela Olivo de Alba nos brinda un breve paneo sobre su amistad con el narrador, dramaturgo, traductor y el más prolífico escritor de la literatura homosexual mexicana y autor de la celebre novela “El vampiro de la Colonia Roma” a un mes de su partida física
En 1978 conocí a Luis Zapata (27 de abril de 1951-4 de noviembre de 2020) cuando montábamos para el teatro universitario la obra “Eva Perón, Evita o simplemente ella”, pieza que había traducido junto con Oliver Debroise su pareja en esa época. Después del estreno y de cumplir la temporada en el CUT, presentamos la obra en La Paz Baja California. Hicimos un viaje memorable que nos llevó a conocer Cabo San Lucas. Apretujados en un mismo vehículo los que formábamos parte del elenco recorrimos el litoral; corríamos a bañarnos desnudos en las playas solitarias que aquí y allá íbamos encontrando. En el grupo compartíamos un espíritu de libérrima sexualidad. Luis ya había escrito la novela que lo lanzaría a la fama: “El vampiro de la Colonia Roma”, que se publicó el año 1979.
La aparición de esta novela homoerótica -con una fuerte carga transgresora- representó un parteaguas importantísimo porque coincidió con la primera marcha gay celebrada en la Ciudad de México. En esta surgieron consignas como: “¡No hay libertad política si no hay libertad sexual!” y “¡Sin libertad sexual no habrá liberación social!”, en la que varias mujeres bugas, y nuestras parejas, acompañamos solidariamente a los amigos y compañeros homosexuales. Según la crítica, este título constituye la primera pieza de literatura gay en México, aunque debemos reconocer otras obras cuya publicación la anteceden como “El diario de José Toledo” (1964), de Miguel Barbachano Ponce, y “Los amigos” de Juan Vicente Melo. El protagonista de la obra de Barbachano Ponce es un burócrata de clase media que vive su homosexualidad con una culpa que lo arrastra al suicidio, mientras que Enrique, el personaje del cuento de Melo, sucumbe a la atracción homosexual por la afinidad emocional con Andrés, pero sin atreverse a desafiar el imperativo de masculinidad que socialmente se le ha impuesto.
Lo que hace diferente a Adonis -el personaje de extracción popular, pícaro contemporáneo- que construye Luis Zapata en “El vampiro de la colonia Roma”, es el reconocimiento pleno del deseo transgresor, de la prostitución, el gozo y el acierto de la traslación de la oralidad a la escritura sin signos de puntuación, con espacios en blanco que marcan la cadencia, las pausas y los silencios del largo monólogo presumiblemente transcrito de la grabación de siete cintas de audio, que concluye con las siguientes líneas “por la ventanilla iría viendo estrellas que pasaban bien rápido o una estrella fugaz y entonces cerraría los ojos y pediría un deseo que no volviera nunca pero nunca por ningún motivo a este pinche mundo y ora sí ya apágale ¿no?”
En este recuento de literatura homoerótica, no puedo evitar citar aquí la autobiografía clandestina de Salvador Novo, “La Estatua de sal” (FCE 2010). Novo la concluyó en 1945, sin embargo, habrían de transcurrir más de cinco décadas para la publicación de sus memorias homoeróticas, escritura del yo, en las que el autor hace alusión al primer episodio documentado en la tradición gay del país: El baile de los 41. En este hecho, ocurrido en 1901, varios hombres vestidos de mujer -algunos de ellos miembros de la alta aristocracia porfiriana- fueron detenidos en una redada policiaca y motivo de escarnio en los medios y en caricaturas como la registrada por José Guadalupe Posada. El acontecimiento nuevamente se hace presente a través de la película dirigida por David Pablos estrenada hace unas semanas, el 19 de noviembre.
Me pregunto si Luis habría vencido el desgano que lo aquejaba, si habría dejado su reclusión voluntaria de los últimos años para asistir al estreno. Entre los últimos mensajes que recibí por Messenger, de Luis, encuentro este: “Yo también estoy escribiendo mis sueños, entrecruzados con otros textos, en la novela que estoy trabajando, pero sólo al principio digo que es un sueño; ya después, se sobreentiende que lo son, pues las cosas que se narran son bastante piradonas. Te paso el tip, por si sigues escribiendo sueños Gaby: resulta un poco más inquietante para el lector, creo, cuando no se hace la aclaración. Besos, y espero verte pronto”. No tuvimos oportunidad de reencontrarnos. No entiendo por qué motivo no hice caso en su momento. No tuve chance de mostrarle que -finalmente- atendí sus recomendaciones: “Por algún motivo no hay aviones, o si los hay, pero sin combustible, el hecho es que no hay modo de viajar en ellos y menos de llevar maletas, ni siquiera un bolso de mano ni pasaporte ni ticket ni pasé de abordar. Han colocado conjuntos de globos de gas atados a un arnés, lo único que cubre la desnudez de nuestros cuerpos viejos -porque en este sueño todos somos ancianos- y así, atados a los globos de gas nos elevamos, al fin salimos de aquí, y el vuelo es inmensamente grato.”