Con un estilo coloquial y narrativo, el poemario hija de vecinos de Ana Carolina Quiñonez Salpietro es un libro fresco por la naturalidad de los versos que nos envuelven desde el primer poema. Pocas veces encontramos un lenguaje poético en estos tiempos tan terso y directo, pues por lo general se busca ser más elusivo y críptico en el afán de parecer “profundo” e inalcanzable.
Por Carmen Ollé
La poesía de Ana Carolina no está escrita en clave, pero sí hay cabos sueltos que el ojo avizor del lector debe atar para entrever la historia familiar, el amor de pareja, y una ciudad por develar: Lima, donde Quiñonez pasó su niñez y parte de su juventud.
A través de los versos se escucha la voz de una adolescente de modo intermitente: es un personaje de la noche que sueña con perderse y experimenta la falta de certeza de su entorno real.
“hija de vecinos -dice Ricardo Bedoya en la contratapa del libro- tiene un pie en el cautiverio y el otro en la intemperie”. Es el principio de incertidumbre como en las partículas subatómicas: “cuanto más preciso es el conocimiento de la posición de una partícula, más imprecisa…” Esa indeterminación logra transformar lo narrativo-vivencial en sugestiva poesía.
Es interesante cómo estas evocaciones de diferentes periodos de la vida están animadas por la pintura impresionista francesa: las “pequeñas multitudes borrosas” de Renoir, que le gustaba dibujar, anota la autora, hablándose a sí misma como si fuese otra, en un desdoblamiento que vuelve más intenso el cuadro representado. Este recurso poético del sujeto que monologa dirigiéndose a un tú que es él mismo, nos remite a la poeisis o proceso creativo de la lírica arcaica latina, en especial a la de Cayo Valerio Catulo (h. 87 – h. 57 a. C.): “Pobre Catulo, no te engañes más y da lo que ves muerto por perdido. Para ti en otro tiempo se encendieron muchos días felices.” (Traducción de Luis T. Bonmatí)
La niña Ana Carolina Salpietro, madre de la autora, en San Felipe
La referencia a la pintura de Renoir y de Manet la hallamos en el poema que da título al libro, “Hija de vecinos”. Particularmente me seduce “esa chica detrás del bar de Manet”. Se trata de “La bebedora de ajenjo”, un cuadro que sugiere un mundo interior en la mujer abstraída frente a la copa de una bebida embriagadora. Recuerdo una anécdota en un recital al que asistí junto con el poeta José Watanabe y donde tanto José como yo coincidimos en que esa mujer soñadora de la pintura temprana de Édouard Manet -datada en 1858- representaba tanto el aislamiento del poeta como el enigma de la poesía.
El poema “Hija de vecinos” de Ana Carolina es un cuerpo sólido, como un poliedro, ya que contiene en versos de distintos registros el resumen de una época, la de la educación emocional; es decir, la manera como se construye la personalidad durante la infancia y la juventud.
Qué importancia tienen los sonidos en la naturaleza, incluso los astrofísicos han captado la música del cosmos; aunque los sonidos de una casa son otra cosa, están relacionados siempre con el silencio. En el poema “Este es el sonido…del final del verano” percibimos el momento en el que asoman los fantasmas imaginarios cuando todos duermen. En ese instante surgen escenas casi sobrenaturales, como la de alguien atravesando un pasillo iluminado por la tormenta. Es entonces cuando afloran los miedos de un domingo sin ruidos en la casa. El silencio está asociado en Hija de vecinos con la soledad de la madre, que cobija, protege. Aparente contradicción, pues en un mundo ruidoso el silencio es siempre el enemigo. ¿Pero lo es en verdad? Claro que no; por el contrario, es el vínculo que fortalece la unión de madre e hija: Nosotras sí tenemos una historia/de quedarnos solas/de ser lo único en el mundo de la otra.
Este sentimiento marca el alejamiento con el padre ausente, con su menosprecio por ciertos poemas considerados feos, por los novios intrascendentes; actitudes estas que marcan a la mujer joven, y que se extienden en el diario vivir con una pareja que huye o se esconde, lo que según palabras de la autora es “guerra fría”. Tal vez la única escapatoria ante el desencuentro en el amor y la cotidianeidad que nos rebasa podría ser el no abandonar nunca nuestra madriguera.