“Odiosa epidemia que tiene despoblada la ciudad y puebla el Hades entre suspiros y lamentos.” Sófocles, Edipo rey, año 429 A.C.
Escribe: Gabriela Olivo de Alba
¿Cómo escribir una crónica de mi ciudad en tiempos de coronavirus?
Para constatar la forma en que el Covid19 ha afectado la vida de la Ciudad de México -caracterizada como dijo Carlos Monsiváis por su “demasiada gente”-, me propongo darle una pausa al confinamiento de casi seis meses en casa que solo he quebrantado para desteñirme el pelo y dejar que las canas crezcan o para hacer algunas compras para la despensa. Me aventuraré a ir al Zócalo, al corazón de la capital.
Pero como en estos tiempos de contingencia aplazada debe planificarse cuidadosamente la salida, reviso la información de aquellas calles en que se permite transitar y el protocolo a seguir.
Creo que me arriesgaré a utilizar el sistema de Metrobús, con la ventaja, eso espero, de que como lo abordaré en la estación terminal de la línea podré encontrar un asiento disponible en la sección de mujeres y que, durante el traslado, entre nosotras procuraremos cuidarnos manteniendo una “sana distancia”.
Me preparo teniendo listo el cubre bocas y una máscara acrílica que aún no había necesitado estrenar, una pequeña botella plástica de alcohol en gel, y otra con agua, mi identificación y la tarjeta del transporte público. Aseguraré que el celular tenga suficiente batería por si requiero hacer algunas fotos o video, tomar notas y consultar rutas alternas ¡cómo si en lugar de una simple salida, un paseo habitual por mi ciudad, fuera a realizar un viaje a un sitio desconocido!
Mis preparativos se frustran, aunque el semáforo de alerta por el virus coronado que nos ha tenido a su merced todas estas semanas está en amarillo, aconsejan – a menos que sea absolutamente indispensable- no salir.
La última congregación multitudinaria en la Ciudad de México ocurrió el pasado 8 de marzo. En esa ocasión también me preparé: calzado cómodo y protector solar; el día anterior compré tela de color verde y violeta y me hice unos pañuelos para la marcha a la que miles de mujeres fuimos convocadas para manifestar nuestra indignación y hartazgo ante el acoso, la violencia, y tantos feminicidios impunes.
En cada estación del recorrido: Etiopía, Obrero Mundial, Centro Médico, Dr. Márquez, Hospital General, Jardín Pushkin, Cuauhtémoc, Balderas, fueron sumándose mujeres de diversas edades y condición social portando alguna prenda color violeta y, no pocas, un pañuelo verde pro legalización del aborto en la muñeca. Ya en la calle, las que nos unimos en Avenida Juárez a las que ya habían hecho el recorrido desde el Monumento a la Revolución por la Avenida de la República y Paseo de la Reforma, nos hicimos un espacio para avanzar junto a las otras, cuerpos y más cuerpos. coatlicues, tlazolteótlas, y coyolxauhquis, marchando juntas y gritando a coro: ¡“Y tiemblen, y tiemblen, y tiemblen los machistas, que América Latina será toda Feminista”!
Las formas de expresión son diversas. Algunas jóvenes encapuchadas con martillos, mazos y cinceles rompen vitrinas, derriban algunas rejas y hacen pintas en las paredes con aerosol: “Fuimos todas, fuimos todas, fuimos todas”
“Ni Dios, Ni Patrón, Ni Marido”, escribió rápidamente, en los escudos antimotines de los policías, una chica ¿anarquista?, con el rostro cubierto, otras coreaban: “Ni una más, ni una más, ni una asesinada más”
En algunas mantas y cartulinas se leía “Y la que quiera quemar que queme, y la que quiera romper que rompa, y la que no… ¡que no estorbe!”, haciéndose eco de lo dicho por Yesenia Zamudio la madre de Marichuy, María de Jesús Jaime Zamudio, quien falleció cuatro años atrás después de ser lanzada desde un quinto piso por un profesor que la acosaba, y cuyo crimen continúa impune.Aquí y allá se hicieron presentes las fotografías de Ingrid Escamilla una muchacha de 23 años apuñalada, desmembrada y desollada por su pareja -un hombre que le doblaba la edad- y Fátima una niña de siete años robada en el barrio de Tulyehualco por una vecina, violada por el concubino de esta y abandonada muerta dentro de un costal en un terreno baldío. En un sencillo acto de ritualidad, se la honró bordando colectivamente un textil, para colocarlo en la ‘Antimonumenta.
Al llegar al Palacio de Bellas Artes, cuyo perímetro había sido resguardado con un muro de láminas, frente a la Antimonumenta a los feminicidios, los ánimos se encendieron. Los gases lacrimógenos impregnaron el aire, la garganta, yo pegué a mi boca y nariz un trapo mojado que una mano desconocida me alcanzó, un hombre muy mayor encargado de un puesto de revistas me jaló para resguardarme tras las láminas del puesto cuando vio que un conato de violencia hacía a un grupo correr: “hágase para acá, madrecita, no la vayan a aplastar”, en ese momento me enterneció que ese hombre que podría ser mi padre se dirigiera a mi como a una anciana, y le agradecí su gesto. Algunas de nosotras decidimos continuar la marcha por calles aledañas hacia el Zócalo. Salvo un pequeño grupo de “Marías” -una de ellas cargando a sus espaldas un bebé, junto a la entrada de un estacionamiento en la calle de Revillagigedo- extrañé la presencia de mujeres indígenas, como las quechuahablantes que se manifestaban en Lima por las esterilizaciones forzadas en el fujimorismo. Tal vez las mujeres mazahuas, mixtecas, zapotecas, triquis y ñañúsque que viven en esta ciudad, marcharon en algún otro de los contingentes y no en este, el de grupos mixtos al que en el camino me uní y en el que ví a varias mujeres trans, algunas llevando carteles con la fotografía de Chanel una de sus compañeras asesinada. Otras que se identificaban por sus mantas como trabajadoras sexuales.
Continuamos avanzando por Independencia, los locales que habían permanecido abiertos iban bajando las santamarías. Tomé un par de fotos al pasar frente a una tienda de telas, donde las empleadas habían colocado los maniquís femeninos haciendo valla a nuestro paso. Los maniquíes vistiendo, igual que nosotras, de color morado. Junto al barrio chino un grupo de trabajadoras del servicio de limpia, levantaban sus puños vitoreando el paso de las manifestantes.
Unas cuadras antes nos enteramos de que, en el Zócalo, fue lanzada una granada a la Puerta Mariana de Palacio Nacional que demandó la presencia de bomberos, pero cuando nosotras llegamos el episodio había sido superado y distintos grupos de mujeres –viejas y jóvenes- se congregaban sentadas en el piso en círculos, mientras flotaba en el aire un humo de color morado.
Al día siguiente, el lunes 9 de marzo, millones de mujeres en todo el país acatamos el llamado a UnDíaSinMujeres, lanzado por el colectivo feminista veracruzano «Las Brujas del Mar”. Por primera vez y por otros motivos, distintos al confinamiento obligado por la pandemia, la ciudad y el transporte público se vieron vacíos.
Nueve días después, el 18 de marzo, se registró la primera muerte en mi país por coronavirus.
Antes de finalizar el mes se declaró la contingencia sanitaria, suspensión de clases y actividades no esenciales, no reuniones de más de 25 personas… cada semana fueron incrementándose medidas. Ahora, iniciando septiembre la cifra ha superado los sesenta mil decesos.
Veo un foro por televisión, en el que participan representantes de diversas ONGs, alertando que hay estados en el país donde se está legislando en contra de medidas progresistas, como San Luis Potosí, donde se frenó la legalización de la interrupción del embarazo no deseado. Se habla de que la vulnerabilidad de las mujeres en comunidades indígenas se ha agudizado, muchas carecen de internet y teléfono, y han visto limitadas las posibilidades de asistir a los sitios en que habitualmente podían recibir algún apoyo de organizaciones civiles.
“Casa Frida” se ha convertido en centro de acogida para lesbianas y personas trans que han vivido situaciones familiares conflictivas. Colectivos diversos hacen énfasis en la necesidad de que las autoridades asuman su responsabilidad, entre otras cosas, ante la evidencia de que la brecha digital afecta más a niñas y jóvenes de zonas rurales con escaso o nulo acceso a internet para continuar estudiando, al tiempo que demandan la protección de mujeres en la cárcel con hijos menores.
Junto con las personas, la violencia se ha confinado en las casas. Del mismo modo que los contagios por coronavirus, las llamadas de auxilio de mujeres maltratadas en sus domicilios crecen exponencialmente. ¡La pandemia de feminicidios y embarazos infantiles aumenta!
El confinamiento no impide que la trata de personas y la desaparición de jovencitas y mujeres de distintas edades se incremente. Viene a mi mente la imagen de la protagonista del relato de la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero -“Subasta” (FCE 2020)- y la reacción corporal escatológica de “vaciar su vientre” para evitar que en la puja alguien apueste por ella: “Cuando me toca mí, pienso en los gallos. Cierro los ojos y abro mis esfínteres. Es lo más importante que haré en mi vida, así que lo haré bien. Me baño las piernas, los pies, el suelo. Estoy en el centro de una sala, rodeada por delincuentes, exhibida ante ellos como una res y como una res vacío mi vientre. Como puedo, froto una pierna contra la otra, adopto la posición de una muñeca de destripada. Grito como una loca. Agito la cabeza, mascullo obscenidades, palabras inventadas, las cosas que le decían los gallos del cielo con maíz y gusanos infinitos. (…) El gordo ofrece mi reloj, mi teléfono, mi cartera. Me coge las tetas para ver si la cosa se anima y chillo.
-¿Quince, veinte?
Pero nada, nadie.
Me tiran a un patio. Me bañan con una manguera de lavar carros y luego me suben a un carro que me deja mojada, descalza, aturdida, en la Vía Perimetral” MFA
Acude a mí, también, un poema de Victoria Guerrero (“En un mundo de abdicaciones” FCE 2016) y me congratulo de que, al menos, la otra cara de la contingencia favorecerá un encuentro virtual, en que ya han aceptado participar y compartir Ampuero y Guerrero.
“hay un cuerpo tendido junto a un árbol
hay una uña negra que rasga la carne con violencia
hay un animal que lame una herida
y miles de moscas que zumban alrededor de sus ojos
hay una cabeza de caballo abandonada en una playa desierta
hay una oscura orina que se pierde con dolor
hay madreperlas fuego y corales que caen sobre un vientre estéril hay un danzante que llora la muerte de su mejor amigo
hay lágrimas de sangre que caen sobre unos labios sedientos
hay lluvia otra vez en el clóset y un tren que pasa una y otra vez
sobre un sendero derruido hay una niña sietemesina que nace hoy de la axila de su madre” VGP
En la red veo circular un post de la situación en Perú, con la cifra de 2965 desaparecidas reportadas de enero a julio de 2020.
También leo el artículo publicado por la autora de “Mecanismos de la posverdad” (FCE 2018) Jacqueline Fowks en diario El País que describe y da nombres de mujeres que se han organizado en sus comunidades para recaudar fondos y preparar alimentos en zonas desfavorecidas de Lima, asentamientos humanos donde muchos de sus habitantes se han quedado sin empleo y fuentes de ingresos: Marsivit Alejo, una adolescente de 13 años que cursa primero de Villa María del Triunfo; Aurelia De la Cruz que prepara comida en la olla común del Paraíso, quien no sabe leer ni escribir, pero se las ingenia enviando mensajes de voz por WhatsApp para obtener apoyos; Sandra Paico, abogada de 27 años que encabeza la iniciativa “Por una cuarentena sin hambre” para dotar de alimentos en el centro de Lima.
Resulta esperanzador pensar en la solidaridad organizada por la iniciativa de mujeres, en medio de este Hades poblado de suspiros.