La primera pandemia que vivo

Este es un día largo en el que escribo esta nota, un día igual que todos los que vivimos desde que se inició el confinamiento obligatorio, es el mismo día, como un extenso domingo letárgico.

Escribe: Carmen Ollé 

De pronto me encontré en casa con mi hija haciendo trabajo remoto, con mi nieto en la laptop que le mandó el colegio, con sus clases virtuales, y mi tía de 94 años necesitando urgentemente una persona para atenderla. Cuando creía que me estaba liberando de muchas tareas en casa, empecé una rutina que me alejó de mis talleres literarios, ediciones, lecturas y proyectos de escritura, para dedicarme a cocinar, limpiar y atender a una anciana. Felizmente, durante los primeros meses, la señora María, que vive cerca de casa conoce a mi tía desde jovencita, y en vista de que se había quedado sin trabajo vino en mi auxilio todos los días con excepción de los domingos, en que nadie podía salir de casa. Esos domingos, yo solo pensaba en cómo necesitaba a María, olvidándome de la pandemia me jalaba los cabellos porque mi tía significaba un trabajo extra para mí muy difícil, ya que mi vocación de enfermera era menos que cero.

Cada vez que los infectólogos y epidemiólogos anunciaban que era necesario prolongar el toque de queda los domingos, sufría pensando en mi pobre tía, que pasó de ser como una segunda madre para mí y mis hermanos a “una pobre anciana con locura senil”. Las ganas de seguir escribiendo me abandonaron, porque sin ninguna sutileza, en vez de sugerirlo, los médicos llegaron a prohibir por decreto la salida a los mayores de 65 años. Yo iba a comprar diariamente hasta dos veces para preparar el almuerzo, y luego para adquirir todo lo que faltaba, pues nunca he sabido calcular bien las cantidades de los insumos para cocinar. Tanto mi hija como mi nieto no se satisfacían con lo hecho por esta “mala chef”; hasta mi tía –ya en otra dimensión- me preguntaba. “¿No hay nada más?”

¿Escribir? Bueno sí, por ahí me pidieron algo y me daba una pereza hacerlo, pero pensando en que estaba “sin blanca”, me apuré en escribir un testimonio sobre este mismo tema, para una revista de la UNAM, en México: “Bitácora del encierro”. Extrañaba ir a las librerías, pasearme entre los estantes, tocar los libros, pedirles a los vendedores que me saquen el plástico que los envuelve y con ojo de águila calva o de búho darme cuenta del estilo y si este me convencía. Ir a un café con una amiga o amigo para conversar, caminar sin miedo y sin mascarilla era imposible. Algo bueno en todo esto es que descubrí la inteligencia de las aves a las que no le daba bola, y antes de desfallecer por las noticias sobre los contagios y la persecución a quienes no acataban la cuarentena (borrachines, mendigos, prostitutas), me volví caserita del canal sobre la vida salvaje, que me relajaba aun cuando en las peleas animales un leopardo hambriento devoraba a un pobre venado.

Dos canales más me remontaron a periodos de la historia y los misterios del cosmos, pero también me interesé por saber sobre las pandemias y pestes a lo largo de los siglos, quise conocer más sobre la “gripe española de 1918 y cómo fue su llegada al Perú dos años después, me parece. Pero lo que más me inquietó fue entender la naturaleza de un virus, me sorprendió que estuvieran ligados al principio de la vida, que hubiera millones que se desconocen todavía, y lo más enigmático: que son microorganismos químicos sin vida, aunque tampoco están muertos. Esas contradicciones me atraen mucho y se prestan a la ficción.

Como no tenía sino mis viejos libros ya leídos y releídos, compraba distintos diarios y revistas en los kioskos, y de noche me los devoraba, leía hasta los anuncios y las crónicas sobre fútbol, que nunca me llamaron la atención. Para superar el trance se hicieron más necesarios los antidepresivos, todos en casa tomamos algo. Un domingo, antes de que se decretara la cuarentena, fui donde un médico psiquiatra que conozco desde la escuela para que me extendiera una receta y así poder adquirir sertralina, risperidona, topiramato, clonazepán, “te van a creer loca”, me dijo el psiquiatra, y creo que todos estamos un poco como mi tía, en otra dimensión, una que se compone de horror e incertidumbre. Aunque es imposible evitar los ataques de nervios, de vez en vez se oyen voces estridentes en todos los departamentos de los condominios, llantos, gritos de mamá y papá hartos de sus críos, perros que ladran y aúllan angustiados, gatas que maúllan también angustiadas.

No obstante, la desgracia de estar encerrados, las imágenes de una ciudad como Lima, en silencio, limpia, con el río de aguas transparentes, el cielo despejado, los delfines en las playas, y otras aves regresando a las lagunas que fueron su hábitat natural se contraponían con la amenaza y el miedo por un virus que ni la OMS daba en el clavo sobre su evolución en el organismo de las personas. No tengo que mencionar las marchas y contramarchas sobre medicinas curativas o el uso de las mascarillas y los guantes, la locura vertiginosa de los laboratorios para conseguir una vacuna en poco tiempo, cuando generalmente dura años.

Las imágenes de los ataúdes de cartón, o de madera barata, de los cadáveres amontonados envueltos en bolsas negras, los entierros y despedidas de las víctimas mortales de la Covid-19 a través de pantallas de celulares es una irónica vuelta de tuerca de la tecnología de punta; sin un funeral digno, sin honores la gente se va, muere y pasa a ser una cifra en las estadísticas o en las ecuaciones matemáticas.

No, no podía refugiarme en la escritura -sé que otros lo han hecho, qué suerte-, yo he seguido desde casa la tragedia de esta pandemia y las insólitas reacciones de algunos presidentes, las tensiones racistas en el mundo, las muertes en la calle, en la puerta de los hospitales, la falta de oxígeno. Sobre ello, algún día podremos dar cuenta, por el momento no me es posible pensar en un futuro como escritora. En el libro de memorias que está pendiente tendré que incluir esta época extraña, sí, rara, porque a veces me parecía estar en un cuento de Boris Vian, no en una película apocalíptica de Hollywood.

Imposible pensar en escribir ficción teniendo en mente como un peligro constante la trata de animales salvajes en todo el mundo, la pérdida de su hábitat con la tala de bosques, estas son las causas por las que los virus que viven cómodamente en los murciélagos y otros animales saltan a los humanos y se originan las pestes. En la época del poeta francés Francois Villon, la llamada peste negra diezmó gran parte de la población europea, además de la guerra de los cien años entre Francia e Inglaterra en los siglos XIV y XV. Había un lema que describe muy bien ese periodo: “De la peste, el hambre y la guerra, líbranos señor”. ¿Nos pondremos de rodillas, acaso, si esta peste no termina pronto?

Prolífica escritora peruana. Marcó un antes y un después en la historia de la literatura local a propósito de la publicación de su primer libro Noches de Adrenalina. Tiene publicado más de 10 libros de narrativa. Actualmente conduce un Taller de Escritura Creativa.