Volvemos todos al vientre

Karen Luy de Aliaga
Buenos Aires, miércoles 25 de marzo de 2020

 

Volvemos todos al vientre. A esa aparente tranquilidad que es solo incertidumbre silente. Las ciudades callan y solo así notamos cuánto ruido hace un cuerpo solitario.

Decidimos mudarnos juntas por primera vez. ¿Qué podría salir mal?, nos preguntamos, como cualquier pareja de mediana edad que lo arriesga todo por enésima vez. Una semana más tarde empezó la cuarentena. Es un barrio distinto y poco conocemos de los alrededores. Seguimos siendo dos turistas en una ciudad que amamos.

Nos recluimos de manera voluntaria. Para cuando llega la orden ya estamos amaestradas. Somos mi novia, yo y nuestra Pika. Preocupaciones iniciales: cancelar aquel viaje, legalizar la residencia de una, conseguir dinero para la otra. Nadie podrá traernos dólares para pagar la renta o la universidad. Hay comida, techo, algo de trabajo por treinta días. Hay certeza. Un barquito de papel que no ve el maretazo a sus espaldas.

Al décimo día, lo que nos asusta ya no es la falta de dinero. Es la enorme probable ausencia de los seres queridos a la distancia. Esta doble distancia que elimina las despedidas. El virus visibiliza todos los miedos. Los vara en la orilla como a ballenas muertas. Su embajada le sugiere mediante alertas que regrese a su país. Mi embajada repatria turistas pero no residentes. ¿Sabrá alguien que estoy aquí?

Algunos vecinos en sus terrazas practican artes marciales, tienden ropa, tocan la batería. Otros, que solo cuentan con balcón, salen a tomar aire, miran sin mirar. Hasta ahora nadie fuma. Un niño grita: “¡Madito coronaviruuuu!”. Un día después, el mismo niño llora. Dos días después, el padre llora con él. Si vas a gritar, lo hacemos juntos. A veces me siento como James Stewart en La ventana indiscreta. Hitchcock definitivamente dirigiría esta pandemia.

Tengo una pelopincho, que es como le llaman aquí a las piscinas inflables. Subo a la terraza con Pika, y luego de calentarme un poco al sol, sumerjo mi cuerpo lo mejor que cabe en el diámetro de la pileta. Pocos segundos son los que mi cuerpo aguanta suspendido dentro de los setenta centímetros que me separan del suelo. Llevo los ojos abiertos al sol. Reboto de un lado a otro con las puntas de los pies en un extremo, con la cabeza en el otro. Imagino cómo me veré desde afuera, quieta, inmersa en la mínima profundidad. Como un pez dormido. Cuando se me acaba el aire, saco la cabeza del agua y Pika lame algunas gotas.

Pienso en F. Él está aún en la panza de mi hermana, séptimo mes. Desde su encierro tibio y viscoso, no sabe aun nada de virus, pero tampoco de abrazos. S tiene cuatro años, y desde afuera le habla: “Baby brother, stop kicking mommy”. Como yo, viven en otra ciudad lejana. En un país donde tienen un payaso por presidente. Vecinos y amigos les dejan provisiones en la puerta. Cuando todo esto pase, quiero creer que F y yo estaremos afuera, abrazados. Manteniéndonos a flote.

Imagen de Portada: Nicole Roberts