¿Qué es una máscara sino un fingimiento? ¿Puede ese fingimiento llegar a ser, sin embargo, algo auténtico? A más de setenta años de su primera publicación en Japón, vale la pena revisar la primera y más famosa novela de Yukio Mishima, el trágico escritor de cuya muerte se cumplen 50 años en noviembre de 2020. Testimonio brutal del deseo homosexual y de la guerra, como los grandes libros, hace viajar verdades a lo largo del tiempo. Alerta de spoilers.
Por: Anahí Barrionuevo
Leo por primera vez Confesiones de una máscara, de Yukio Mishima.
Y lo primero que me trae son recuerdos, especialmente de mi amigo Miguel Kudaka, que amaba este libro, allá por la primera mitad de los noventa. Miguel, Miguelito, luego tomó la misma ruta que Mishima, solo que mucho más temprano, cuando apenas llegaba a las 30, o quizás ni eso. Yo tenía 25 años cuando murió, y él era unos cuatro o cinco años mayor que yo. Fuimos amigos y muy cercanos durante cierto tiempo, pero luego el puente que nos unía se enfrió. La distancia, sin embargo, no redujo nunca la amistad, con cariño, aprecio y respeto, que sentía por él. En mi memoria están su voz ronca y profunda, su risa estentórea, su mirada sagaz tras la montura de sus anteojos de metal negro, su frondosa melena oscura y ondeada. También su amor por Cervantes y el Quijote (sobre el cual dejó aproximaciones interesantes), o sus relatos breves, y repetidamente uno que tituló “Delusiones”. Y las muchas clases y los abundantes cafés que compartimos, casi siempre en la Cafetería de Letras. Esperaba que la vida nos diera la oportunidad de volver nuevamente cálido el puente que nos unía, y estaba segura de que así sería, pero antes de eso Miguel abrió la puerta de salida y se fue para siempre, llevándose un frasco de pastillas.
No es gratuito este recuerdo. La asociación con Miguel y con su muerte siempre me fue postergando esta lectura de Mishima, pese a ser su obra primera y más famosa, y pese a haber leído otros (bellos) libros suyos, o su correspondencia con Yasunari Kawabata, de quien fue cercano y a quien consideró su maestro. Curiosamente, la tristeza y la pérdida (no mía, sino del mundo, digamos, porque mucho se nos fue con Miguel) son una emoción y un sentimiento muy presentes en Confesiones de una máscara. No hay alegría de vivir aquí. O asoma apenas, y cuando lo hace, está revestida de impulso de muerte, de pulsión tanática. Lo que hay —y fuertemente— son tormentos. Koo-chan, su narrador y protagonista, que reconstruye su vida desde su niñez, es un hombre atormentado.
El escenario de la novela es el Japón de entreguerras, de guerra y de principios de la posguerra, entre los años veinte y finales de los años cuarenta del siglo XX. Lo que sobrevuela el relato, por tanto, desde la historia mayor del país, es la Segunda Guerra Mundial, es decir, también la muerte. No deja de ser paradójico que esto corresponda al surgimiento de la era Shōwa, del imperio de Hirohito, que significa “paz o armonía ilustrada”.
¿Pero cuáles son los tormentos de Koo-chan? Vamos a ordenarlos:
Tormento Primero. Koo-chan es un niño hiperconsciente, sobreprotegido por su abuela, que descubre pronto que es distinto, y eso, a la vez que le parece natural, lo atormenta… Como también lo atormenta el rechazo o la sorpresa de los otros ante su fragilidad, más propia de las niñas que de los niños. Y ese desencuentro no tiene otro resultado que una salud endeble, con males que no son otra cosa que angustia existencial.
Sus heroínas de infancia representan un modelo que le será (o siente que le será) por completo inaccesible, y que además entra en conflicto con su identificación con personajes masculinos (siempre trágicos o violentos o brutales). Cuando se refiere a su admiración por la ilusionista Tenkatsu Shokyokusai (que realmente vivió y que hizo de la magia su forma de vida), dice: “La ambición de convertirme en esta artista no me permitía saborear esa mezcla irritante de anhelo y vergüenza”. En cierto pasaje, Koo-chan se traviste con kimono y obi, y tras unos toques que acentúan su disfraz (maquillaje incluido), se presenta ante los adultos diciendo que ahora es Tenkatsu. Al notar la turbación en su madre, de la alegría pasa a las lágrimas.
Bajo este primer tormento comprendemos que Koo-chan, desde temprano, entiende que no encaja en lo previsto, pero, más importante, que tiene algo que esconder, que todas sus pulsiones son y están, en realidad, prohibidas. Lo que corresponde a su infancia y su niñez coincide con ese momento de sordo suspenso que precede a la guerra.
Segundo Tormento. Koo-chan siente fascinación por figuras de su mismo sexo, a las que desea emular, pero también contemplar y, de algún modo, poseer. Siente una necesidad de atención por parte de esas figuras. Y conforme va creciendo y se hace adolescente, se consolidan en su mente y su deseo una serie de imágenes violentas y sangrientas asociadas con estas figuras.
(Paréntesis: Mishima, o Koo-chan, dedica algunas reflexiones, por ejemplo, a San Sebastián, el santo más gay de la historia, ícono LGBTIQ por excelencia, cuya presencia está esparcida en el arte de todo el mundo, y que siempre implica un guiño del arcoíris que no carece de sentido trágico. San Sebastián es representado con flechas que atraviesan su cuerpo, y generalmente atado a un madero, martirio al que fue condenado al saberse que era cristiano y por negarse a renunciar a ello, cuando era soldado del emperador romano en el siglo III y por tanto se esperaba que fuera “pagano”).
Volvamos: ¿de dónde sale esa violencia gore, extrema que imagina Koo-chan, y qué significa? Este elemento es tremendamente complejo. Por un lado está el creer que el deseo que se siente no es legítimo, es decir que no se tiene derecho a él, que es impuro, ilegal. Porque eso es lo que se nos ha enseñado. Y entonces, para satisfacerlo, solo es posible actuar con violencia, transgredir los límites por la fuerza. Por otro lado, sin poder evitarlo, se odia el hecho de sentir ese deseo, y de la mano de eso asoma el odio a uno mismo, con el resultado de condenarse a actuar (en la fantasía, o incluso en la realidad) de manera cruel y perversa. Entonces, el cuerpo violentado que imaginamos, a la vez que es el de otro, también es el nuestro: le hacemos lo que nos haríamos a nosotros mismos. Y todos estos caminos torcidos no son otra cosa que la reacción de la mente y el espíritu (a falta de otro término) ante la represión. Y es una terrible y dolorosa incomprensión.
Quizás ninguno de estos planteamientos, que podrían afinarse, sería avalado por el Psicoanálisis (en caso de que el Psicoanálisis tenga el poder de avalar algo). En todo caso, lo que quiero decir es que, en Confesiones de una máscara, Mishima entrega un testimonio descarnado y salvaje de los laberintos del deseo y, en concreto, del deseo sexual, y más en concreto, del deseo homosexual. Hoy esto se dice fácil, y no tendría por qué sorprender a nadie en tiempos en que las confesiones íntimas son incluso videos virales. Pero hace setenta y un años, que fue cuando se publicó esta novela por primera vez, solo pudo ser bastante escandaloso y valiente. Un acierto adicional del libro es que este segundo tormento se plantea con un correlato en la realidad externa: la guerra, los bombardeos, la destrucción.
Tormento Tercero. ¿Qué hacer si te das cuenta de que no encajas y si te asedian deseos inconfesables? Pues tratar de ser “normal”. El deseo de ser “normal” es, sin duda, el arte del autoengaño, que a la vez no es engaño sino ansias de salvación. Tras haberse enamorado al menos de un muchacho (el musculoso, fuerte y encantador Omi), Koo-chan se empeña desesperadamente en amar a alguien bajo las normas aceptables para todos. Y si bien las razones profundas de su empeño están equivocadas, el resultado es genuino y verdadero. Sonoko es la mujer a la que llega a amar, aunque no se casa con ella. Ella representa la posibilidad, como decía, de su salvación; es la señal de que, en toda su anormalidad, él es también igual a los otros. Pero, como es previsible, Koo-chan falla en su intento. Y esta parte coincide con el final de la guerra, ese momento en que Japón, como el propio Koo-chan, debe afrontar la verdad de todo lo ocurrido.
No diría que he disfrutado ferozmente este libro, en parte entristecida por el recuerdo de Miguel, que quizás como Koo-chan, o como Mishima mismo, pero con sus propias razones, aunque también en tiempos de guerra, sintió que no encajaba; y en parte porque la narración a ratos es morosa y esquiva, porque el narrador no llega a enunciar todo lo que podría, y de algún modo permanece en la incomprensión sobre lo que le ocurre… Un momento: qué incomprensión más bien la mía. ¡Ya dije que esta novela se publicó hace setenta y un años! Rebobino: Pese a su manejo inestable de la acción, este es un libro lleno de verdad, aunque esa verdad no sea necesariamente evidente, ni esté necesariamente en su interior, sino que se halle en el tiempo que nos separa de su publicación. Quiero decir que aquí y ahora (Perú, 2020) puede ser incluso más enriquecedor leerla que lo que pudo resultar en su momento. Y tal como he ido colocando, su mayor acierto es relatar una historia íntima que se refleja en la historia nacional y viceversa.
Sobre la edición: buena, cuidada, pero más importante que eso: hecha directamente del japonés por primera vez. Antes, cuando el mundo estaba menos globalizado (y quizás los hablantes del español más aislados o menos enterados), los libros en lenguas asiáticas o africanas se traducían primero al inglés o al francés (y menos al alemán), y solo desde ahí se los traducía al español. En la doble traslación es seguro que algo más se perdía. Esta vez no.
Yukio Mishima (1949). Confesiones de una máscara. Madrid: Alianza Editorial, 2012. 240 pp. Título original: Kamen no kokuhaku. Traducción del japonés de Rumi Sato y Carlos Rubio (2010).