Evidencias

Andrea Paz
Lima, martes 24 de marzo de 2020

 

Mi esposo es veinte años mayor que yo. Nunca había sentido esa diferencia hasta la llegada del “virus de porquería”, como, por teléfono, mi mamá me pide que lo llame, para no enaltecerlo con títulos que parecen nobiliarios, dice. Dadas las circunstancias, la elegida para “arriesgar su vida” fuera de casa soy yo.

Una semana antes de la pandemia, un ratón nos obligó a limpiar a fondo la alacena y saltó una mascarilla sin usar, del año del Rey Pepino. Ya en cuarentena, nos faltaban varios víveres. Debía ir al supermercado, “al fin del mundo”, a pie. Ponte gorro, pantalón, zapatillas, no aretes; lleva alcohol en gel, nuestro flamante carrito de compras… y la bendita mascarilla, pensé.

Salí de casa. Hacía sol. Caminé sintiendo mi respiración de Darth Vader, sudando por dentro de la mascarilla, que olía a moho, y cruzándome con otros “astronautas”. Hice una cola de media hora para entrar al supermercado. Adentro, una maraña de gente. Todos los que atienden ahí son héroes. Compré lo más rápido que pude.

Partí de regreso a casa. Sentí que no llegaría nunca: el peso, el calor, el cansancio, el olor a moho… Me detuve y, en un impulso, me quité la mascarilla. ¡Qué rico es respirar! Y entonces observé una planta cuya flor nunca había visto. Con mi única mano libre sostuve un pétalo para olerlo. No olía a nada. De pronto, mi dedo estaba sobre mi nariz. Mi dedo cochino.

“El virus de porquería se mete por la nariz”, recordé la voz de mi mamá. Saqué el alcohol en gel, limpié desesperadamente mis manos. Seguí mi camino nerviosa, y la cosa no mejoró cuando a mi carrito de compras se le rompió una llanta. Lo jalé sintiendo que lo hacía con la fuerza de Hulk. Cuando llegué a casa, comprendí que antes de ponerme a llorar debía dejar los zapatos en la puerta, poner mi ropa en la lavadora y bañarme. En medio de ese trajín encontré a mi esposo, que tenía una Biblia en la mano, y esa imagen me calmó.

Hace trece años, un doctor me dijo “Estás embarazada, pero estás abortando”. Tenía que guardar cama y tomar pastillas para retener a un bebé que no sabía que esperaba. Asustada, día a día guardé cama; sin embargo, día a día sangraba. Pasaban las semanas y mi hijo de dos años no entendía qué pasaba: ya no lo cargaba ni podía subirse a mi cama. Dejó de hablar. Una mañana oré: “Señor, yo ya no puedo más. Pongo la vida de este bebé en tus manos”. Luego me levanté, me bañé, me vestí y me fui a buscar trabajo. Mi mamá me dijo “¡Andrea, debes guardar cama!”. “El bebé está en manos de Dios”, le respondí. Ese día, el sangrado se detuvo. Mi milagro se llama Jakob.

Hoy hago lo mismo: me pongo en manos de Dios. Él siempre sabe más.