Nataly Villena Vega
París, lunes 23 de marzo de 2020
“Lo más justo en la vida es la muerte. Nadie la ha evitado”, dice una residente de Chernóbil en el libro de Svetlana Alexiévich. Decidí leerlo hace unas semanas, anticipando este encierro. Para que no llegue el miedo. Para que no me perturbe este tiempo que intuyo crucial.
Seguir día a día el avance del peligro invisible, saber incluso cuándo llegará, y todavía sentarme un momento a leer, a trabajar, a reír con mis niños, buscando acabar con el aburrimiento, es de esas paradojas que nuestras sociedades solo reconocían mucho después de las grandes tragedias. Solo en los libros de historia. Esto es distinto. Lo que vivimos ahora es una sucesión de contrasentidos global que se construye con cada declaración presidencial, con cada nuevo conteo transmitido en tiempo real, con las decisiones tomadas hora a hora. Ironía pura. Caminar serenos por las calles silenciosas siendo potenciales bombas de tiempo. Aislarnos por completo para desplegar nuestra solidaridad. Dejar de vernos para decirnos lo mucho que nos importamos. Apostar por el Estado, por la protección de todos frente al sufrimiento físico después de haber desmantelado lo que durante años estaba allí para garantizarlo. Trabajar más y con mayor ahínco justo cuando nadie nos ve. Ver partir en un soplo a una generación que resistió cosas que no podemos siquiera imaginar. Encerrarnos con los seres amados para descubrir lo ajenos que en el fondo nos eran, lo ajenos que serán después. Obligarnos a mirarnos en ese espejo, en cada gesto repetido, en cada movimiento que va puntuando las horas que nos envuelven. Descubrir que esto habíamos sido, testarudos, maniáticos, indolentes, descuidados, ruidosos, pero también capaces de aceptar voluntariamente, a veces por amor genuino, un encierro multiplicado por millones.
Este es un momento para hacer el recuento de esas horas que dejábamos escapar fácilmente, malgastándolas en ocuparnos tanto.
Este mal nos llega como las plagas de los tiempos antiguos, para satisfacer el ansia de castigo de un dios que no existe, bajo la forma sarcástica de lo absolutamente pequeño, de lo que ni siquiera tiene vida propia. Como una señal de nada, de que son cosas que simplemente pasan. Como nuestra propia existencia. Preciosa por ser fugaz, ciertamente.
¿Y cuál será la transformación profunda que saldrá de esto? ¿Dónde está lo crucial?
Muchos entenderemos, por fin, el valor del tiempo.
No pidamos más. Eso es ya bastante.