Cuerpo ciliar

Mariela Dreyfus
Nueva York, martes 24 de marzo de 2020

Cuando Martín, mi hijo menor, era niño, le regalaron un objeto que era una réplica, o acaso una anticipación, de la forma que tendría el coronavirus. Estaba hecho de un jebe dócil al tacto, color púrpura, con un centro redondo del cual salían múltiples patitas que terminaban en una punta roma, semejando clavos laxos, diminutos. Ni medusa ni pulpo, igual me parecía una criatura marina. Si le apretabas el centro, el jebe se hinchaba y dejaba ver por dentro una sustancia blanquecina, quizás viscosa, como un ojo desorbitado que me provocaba horror.

era
un
ojo
zarco
un
ojo
turbio
ominoso

Martín y yo jugábamos a lanzarnos ese ojo y cada vez que me tocaba agarrarlo yo me apartaba con un leve alarido mientras él se retorcía de risa. Entonces yo aprovechaba para esconderlo en el baúl hasta nuevo aviso. Desde que llegó la pandemia del coronavirus a la ciudad de Nueva York he recordado ese ojo. Lo veo en todas partes y lo sueño. Es el ojo de la vecina que me mira con impaciencia si estoy delante de ella en la cola y me demoro. Es el ojo del guardián del edificio que me mira con suspicacia cuando vuelvo. Es el ojo del hijo que no resiste mirarme sola frente a él días enteros. Es el ojo de la especialista que mira bajo el microscopio la expansión. Es el ojo del presidente que nos mira y promete que estaremos a salvo en la Pascua. Es un ojo sin iris, un ojo que gotea, un ojo ciego. ¿Será el ojo de la vida que se abre y se rasga al ingresar la muerte?

ojo mío
acurrúcate
ciérrate
duérmete:
aguarda
apretado
el
despertar.