Casas

Giovanna Pollarolo
Lima, martes 24 de marzo de 2020

 

Me estoy preguntando si debería destruir Casas, el poemario del que he venido hablando demasiado en estos años y ahora me arrepiento. ¿Tiene algún sentido publicar Casas, ahora que la casa que cada uno habita las veinticuatro horas, día y noche —si no eres médico, enfermera, técnica de enfermería al cuidado de adultos mayores, policía, soldado, empleado de tiendas de alimentos, distribuidor de alimentos, trabajador municipal del área de limpieza y de baja policía, o sea una de las personas que se dedican a cosas realmente útiles y no a escribir poemas—, es el lugar donde debes estar, quieras o no quieras?

En estos últimos tres años lo consideré terminado más de una vez pero después no; y volvía a empezar. Dudas y más dudas, defectos y más defectos. Pero eran dudas de otra clase, tenían que ver con la calidad, originalidad, uso del lenguaje, ideología correcta o incorrecta, dimensión social, enfoque de género y otros criterios que lectores y críticos y estudiosos, con suerte, validarían; sin suerte, destruirían o silenciarían. Tenían que ver solo conmigo y mi narcisismo. Ahora la pregunta-duda es otra. Es: ¿tiene sentido escuchar a una voz envejecida que lamenta la pérdida, que llora y recuerda con nostalgia casas demolidas, abandonadas, destruidas y en ruinas? Ahora no hay metáfora que valga. No se trata de si quieres o no quieres. Si estás deprimido y no quieres o no puedes atravesar la puerta porque la cama te gana, aunque todos después te condenen o traten de ayudarte: sal, camina por el malecón, anda a tomar un café. Mirar el mundo de afuera sana, calma, alivia, saca la tristeza. Aunque sea que salga a la esquina; eso ya es un logro, le dice la psiquiatra al familiar más cercano. Me acuerdo cuando él se fue y me dejó sola en la casa sola. Me venían el agobio, el llanto incontenible, un temblor de manos y de piernas, una falta de aire que me acercaba a la muerte por asfixia. Miedo al futuro, vergüenza. Una mujer divorciada. Qué habrá hecho para que la dejara, dirían: se vestía mal, envejeció; no se cuidaba, no lo mimaba; no lo miraba, lo molestaba con sus quejas. “Ahí tá pé”, dijo el viejo amigo de mi primer enamorado a quien dejé por él. “Lo que se hace se paga”. Y yo, esos primeros días, mientras se llevaba su ropa, sus libros, sus trofeos y diplomas, corría, corría y corría siguiendo los consejos de la psiquiatra.

¿Y ahora? ¿Qué habría pasado si este confinamiento obligado hubiera ocurrido en esos días? Él saliendo de la casa para instalarse con la muchacha que lo había enloquecido a tal punto de tirar por la borda una larga vida, soñando con llegar a su nueva casa ya amoblada, que sería solo de los dos. Él dirigiéndose al auto, maleta en mano, y de pronto un policía, un soldado ¿adónde va, señor? ¿No ha escuchado usted el mensaje del presidente? Estamos en cuarentena, prohibido transitar. Toque de queda. Documentos, por favor. Y luego de comprobar la dirección: ingrese de inmediato a su vivienda o lo llevaremos detenido a la comisaría. Me estoy yendo de esa casa, me acabo de separar de mi mujer. No son tiempos para separase, señor. No son tiempos para pensar en asuntos personales cuando cientos, si no miles, de seres humanos están enfermando y muriendo por no haber obedecido la consigna “Yo me quedo en casa”, “Si tú te mueves, el virus se mueve”. Cuide a su familia, señor. Si hubiera ocurrido en esos ya, gracias a Dios, lejanos y olvidados días, él habría tenido que pasar la cuarentena con la mujer de la que estaba huyendo, Yo. Pienso que hubiera escrito muchos poemas sobre un hombre que quería abandonar el hogar y la ley de la cuarentena se lo impidió. Sobre una mujer que había rezado tanto para que él no se fuera que, cuando los policías lo obligaron a volver, pensó, no lo dijo, ¡¡¡Milagro!!! El Señor ha escuchado mis plegarias. Sobre cómo con el pasar de los días se volvieron a amar. Pero no, tal cual lo dice Santa Teresa, “En el cielo se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por la no atendidas”: si ya el día a día entre dos que se quieren es agobiante, qué decir del día a día de dos en una casa de la que uno quiere escapar. Él hablando el día entero —por WhatsApp, Zoom, Facebook, y cuanta plataforma encontrara— con la amada que lo espera en el departamento recién amoblado. Ella, Yo, llorando en los rincones y escribiendo poemas de desamor.

¿Y dónde iban a entrar en esa historia de amor de tiempos decimonónicos el coronavirus y los enfermos y los muertos y el miedo y la pena? ¿Dónde la incertidumbre de lo que vendrá? ¿Dónde el encierro, el pecho cerrado, la tos, la fiebre, el sudor, la saliva? Debo dejar de preguntarme qué hacer con Casas.