Una lectura de Ensayo sobre la ceguera

El próximo año, el país invitado a la Feria Internacional del Libro de Lima será Portugal. La pequeña superficie de este país es inversamente proporcional a la grandeza de su literatura. Y pensar en ella trae a la mente de inmediato a José Saramago, Premio Nobel de 1998, y la que quizás sea su novela más famosa, una fábula inquietante sobre la condición humana, y donde solo una mujer puede ver. Alerta: hay spoilers.

Por: Anahí Barrionuevo

Leo (o releo) Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago.

Y me digo que el que no conoce a Dios a cualquier santo le reza. Si el Premio Nobel de Literatura hubiera sido creado solo para dárselo a Saramago, estaría de acuerdo. Pocos autores contemporáneos tan notables como él, tan al lado de Kafka, por ejemplo; o tan cerca de un Cervantes, o de un Dante (aunque en las antípodas de este último en términos religiosos). Su capacidad de invención solo puede calificarse de “excepcional”, alimentada a veces por la literatura y la historia, otras por la imaginación. Y no quedan atrás su cuidado del lenguaje (es de los autores que pueden obligarte a ir al diccionario) o su manejo de las estructuras narrativas, a las que ponía al servicio de la entretención y la reflexión, sin convertirlas jamás en puro despliegue técnico (y de vanidad). Saramago era, además —y sigue siendo—, un autor necesario. O mejor, NECESARIO, con mayúsculas. Muy lejos está su obra, y estaba él, de ese gato por liebre que puede ser a veces la autoficción, aunque practicó ampliamente los géneros autobiográficos en diarios, memorias, crónicas (pero con cada cosa en su sitio). Más lejos aun de una literatura entendida como simple pasatiempo, como pirotecnia anecdótica, como contemplación del ego o ejercicio esteticista. Era Saramago, por el contrario, un escritor moralista (no se me ocurre un término mejor), al punto que la moral es motivo de digresiones frecuentes en su obra. Sabía, como saben algunos, que la literatura es herramienta del pensamiento para la vida, instrumento de transformación, espacio de cuestionamiento, palabra filosófica y política.

Hasta aquí el elogio. Y perdón por el entusiasmo.

Vamos a Ensayo sobre la ceguera. Tengo una edición de bolsillo con —todo hay que decirlo—una de las portadas más desangeladas que hayan existido. El blur que se impone sobre la fotografía la deforma hasta tal punto que el rostro que apenas se distingue semeja el de un alienígena. Cuando en 2008 se hizo la película basada en este libro (una coproducción entre Brasil, Canadá y Japón que dirigió Fernando Meirelles, el de Ciudad de Dios, que protagonizaron Julianne Moore y Mark Ruffalo, y que no logró equilibrar su presupuesto), se hizo una edición limitada con un fotograma de la película en la portada, bastante más digna. (Es una estrategia frecuente entre las editoriales la de aprovechar el esperable tirón comercial de los productos audiovisuales para refrescar el aspecto de los libros e impulsarlos… pero no siempre la película o la serie o el videojuego funcionan). Solo algún tiempo después —creo recordar que tras su muerte o poco antes— las obras de Saramago tuvieron una edición digna, con un diseño específico (y muy bien logrado), con predominio del amarillo en contraste con blanco, negro y otros colores esenciales en neón, que les dio carácter de colección. Se puede o no estar de acuerdo con la estética elegida para una colección de autor, pero en definitiva eso es lo que hay que hacer con un autor de relevancia (cualquier tipo de relevancia): darle identidad gráfica para destacarlo.

Pero la carátula es apenas un revestimiento (a veces es más que eso, pero son casos distintos) y de ninguna manera opaca (como tampoco mejora) lo que un libro ofrece. ¿Y qué ofrece Ensayo sobre la ceguera?

En primer lugar, vamos al título y las formas. Que Saramago escogiera llamar Ensayo a esta novela no es casual. De hecho, fue frecuente que recurriera a rótulos textuales como manual, evangelio, memorial o historia para titular varias de sus novelas, lo que puede significar varias cosas. 1. Por un lado, que la novela es un género inmensamente abarcador, o el género que puede englobarlos a todos (digamos, como el Único de El Señor de los Anillos puede gobernarlos a todos). En este sentido, sus límites no existen y sus posibilidades son infinitas, en tanto es capaz de apropiarse de todas las formas discursivas. 2. Por otro lado, casi lo contrario, aunque no exactamente: que incluso los géneros que consideramos no ficcionales también lo son, o, mejor dicho, que comparten con la novela la condición de discursos, de construcciones verbales y que, como tales, aunque pretendan referir la realidad, nunca, jamás, son capaces de aprehenderla. En este sentido, la novela, como otros géneros textuales, está aprisionada en el lenguaje: la palabra es su herramienta y es también su límite. 3. Por último, que la novela es igual que otros géneros textuales (de la Filosofía o de la Historia, incluso de la Teología) y, por tanto, tiene también valor de verdad o, en todo caso, la verdad es su finalidad última. Y en este sentido, Saramago maximiza la potencia discursiva de la novela, considerando que es capaz de referir la realidad, de construirla, de ser verdad.

Puede seguir especulándose sobre esto —o ponerlo en discusión—, pero queda claro que Saramago era ese tipo de autor que, de arranque, hacía cuestión previa sobre su obra y su esencia, sus recursos, sus alcances. Y no se iba con pequeñeces.

Entonces, no es casual el término ensayo, que remite al género creado por Michel de Montaigne en el siglo XVI, con textos de extensión diversa, pero más bien breves, que reflexionan acerca de diferentes aspectos de la vida humana (la tristeza, la cobardía, la grandeza…). Y Saramago dialoga directamente con Montaigne. Se trata, además, de un género versátil que, aunque surgido con carácter filosófico, es también requerido por la Ciencia, la Literatura, la Historia, y que en todos los casos ofrece una argumentación lógica. La naturaleza de este género resulta ideal para el tipo de narrador que configura Saramago: una voz omnisciente que va mostrando los hechos y calibrándolos, incluso juzgándolos, se diría que desde una posición divina (que le permite transgredir incluso la lengua), o como haría un científico que observara los experimentos en su laboratorio.

En segundo lugar, vamos al argumento. Saramago traza un presente distópico en el cual un mal desconocido, inesperado, inusual, deja ciegas a las personas en una ciudad que puede ser cualquiera. Es un mal contagioso, que ataca a uno y luego a otro y a otro, como si se tratara de un virus en epidemia. En el vademécum de personajes que le sirven para mostrar una diversidad de perfiles, una mujer es la única que, por alguna razón, parece inmune al mal. Es la mujer del médico, que, como todos los otros personajes, carece de nombre propio (lo cual refuerza la intención universalista de la novela). Las víctimas de esta ceguera, una ceguera blanca (y no negra), son encerradas por el gobierno, para aislarlas en cuarentena. Allí, prisioneros, hombre y mujeres, ciegos todos salvo la mujer del médico —que se hace pasar por ciega para permanecer junto a su esposo—, se entremezclan en un proceso donde los rasgos humanos (o supuestamente humanos), como la compasión, la piedad o la generosidad, se desdibujan paulatinamente hasta que se impone la ley del más fuerte, un estado salvaje en el que prevalece el más fiero. El mal triunfa sobre el bien. Porque, en un inicio, los ciegos han buscado organizarse con justicia, sobrevivir solidariamente, protegerse unos a otros, privilegiar al más débil. Sin embargo, con la prolongación del encierro, en cuanto surge la escasez de los recursos, campea la desesperanza, que se transforma en desesperación, entonces la vileza encuentra salida, aparecen las bajezas y la situación degenera. ¿Qué queda de humano en los ciegos? El personaje de la chica de las gafas oscuras parece dar una respuesta, “sorprendentemente, si tenemos en cuenta que se trata de una persona que no ha hecho estudios avanzados”, acota el narrador: “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”, dice.

Para la mujer del médico, poder ver es, a la vez, un beneficio y un lastre, un agotamiento. En determinado momento siente “unas ganas locas de envolverse a sí misma […] hasta poder alcanzar y observar el interior de su propio cerebro, allí donde la diferencia entre el ver y el no ver es invisible a simple vista”. Y esto nos encamina a pensar en las muchas categorías que Saramago asocia con ver. Por un lado, la degradación en las acciones de los ciegos le sirve para especular hasta qué punto somos no solo en cuanto vemos, sino en cuanto somos vistos. La ausencia de visión altera nuestro juicio sobre los otros y sobre el mundo, pero también suprime nuestro juicio sobre nosotros mismos, en tanto no nos vemos, y desboca nuestras acciones, en tanto no nos ven. Por otro lado, como parece decir el fragmento que cité, ver es para Saramago algo que no solo se realiza con los ojos, y que tiene más bien que ver con la razón, con el entendimiento.

Pese a la ventaja que representaría el hecho de poder ver, la mujer del médico es también arrastrada en la barbarie, y resulta objeto de vejaciones por parte de la horda de ciegos que impone su poder en el encierro. Saramago traza una escena terriblemente violenta, espeluznante, donde un grupo de hombres viola masivamente a las ciegas, y su jefe obliga a la mujer del médico a hacerle una felación. El autor sitúa, por tanto, estas acciones en manada como propias de un estado de deshumanización, y en esto hay que ver que se trata de un libro de aterradora actualidad. Con todo, las ciegas, los ciegos, y la mujer del médico son, en su mayoría, digamos, resilientes, y deciden hacer frente a la adversidad, pero no diré más.

En tercer lugar, vamos a los antecedentes y los trascendentes. Los ciegos del mundo (del mundo este) no quedaron muy contentos con la novela de Saramago, o, más precisamente, con la película que se basó en ella. Los representantes de algunas de sus organizaciones más importantes se quejaron por lo que consideraron una representación injusta de su condición. Es seguro que la novela de Saramago, como la película, carece de esta intención. Más bien está motivada por dos circunstancias anexas. Por un lado, el hecho real de que la vista es el sentido que provee de mayor información a nuestro cerebro, al punto que la mayor parte de lo que sabemos lo adquirimos por ella. En este sentido, define en mucho qué somos. Por otro lado, el hecho de que la ceguera haya sido un motivo literario y un elemento cultural de interés. En la mitología griega, Tiresias, el adivino de Tebas, es ciego, aunque todo lo puede ver (donde ver es saber). Pero gravitan con mayor fuerza, en Ensayo sobre la ceguera, referentes más contemporáneos. Y ahí está, sin duda, Borges, un autor admirado por Saramago, en quien debió apreciar la capacidad de invención y el dominio de una lengua, dos cualidades que compartieron (aunque no una visión política). Y en torno a él (a Borges) giran, luego, el “Informe sobre ciegos”, de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, que más bien lo cuestiona, atribuyendo, como Saramago, cualidades nefastas a la ceguera, y El nombre de la rosa, de Umberto Eco, que es un homenaje al que fue bibliotecario.

No está de más señalar que una película como Bird box, de 2018, producida por Netflix, dirigida por Susanne Bier y protagonizada por Sandra Bullock, está indudablemente inspirada en Ensayo sobre la ceguera. Dicho sea, por último, que varias obras de Saramago vienen alimentando al cine, como también ocurrió con El hombre duplicado, de 2013, y otros proyectos que aún están desarrollándose.

José Saramago (1995). Ensayo sobre la ceguera. Lima: Punto de Lectura, 2007. 336 pp. Título original: Ensaio sobre a cegueira. Traducción de Basilio Losada (2006).

Editora peruana. En el Perú ha editado a escritores como Ryonosuke Akutagawa, Henry James o Franz Kafka; y a escritores peruanos como César Vallejo, Ciro Alegría, Luis Loayza, José Diez Canseco o Jorge Eduardo Eielson, entre otros. Asimismo, ha trabajado en editoriales nacionales e internacionales y en distintos proyectos. Es, además, editora de Clorinda, sello dedicado exclusivamente a la novela.